En este hermosísimo pasaje, San Lucas nos ha retratado el interior de María Santísima. En él expresa lo que sentía y pensaba, no solo de Dios en sí mismo y su actuación para con su pueblo, sino la profunda relación que mantenía con él y que es el motor de toda su vida.
En el gozoso día en el que la Iglesia celebra la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a los cielos, el evangelio de esta solemnidad narra la escena de la visitación de María a su prima santa Isabel.
La Virgen percibe enseguida que Isabel es de edad avanzada y necesitará ayuda en el último tramo de su embarazo y en el parto. Y, sin reparar en todas las posibles incomodidades del viaje, “por aquellos días” acude “de prisa a la montaña”.
Todo en María refleja la alegría de un amor diligente, humilde y desprendido de sí. En efecto, la doncella de Nazaret acaba de aceptar su excelsa vocación como Madre de Dios. Pero este don inefable no la retrae sobre sí misma, sino que la vemos rebosante de espíritu de servicio e interés cariñoso por los demás.
San Josemaría gustaba meditar esta escena y aprender de la naturalidad de María las virtudes cristianas: “Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque lleva a Cristo”.
Y en otra ocasión san Josemaría sugería: “Vuelve tus ojos a la Virgen y contempla cómo vive la virtud de la lealtad. Cuando la necesita Isabel, dice el Evangelio que acude cum festinatione (con prisa alegre).
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