La masacre de diez presos en la cárcel regional de San Pedro colocó en la agenda pública un tema relegado por décadas: La crisis del sistema penitenciario. Inmediatamente se formó un equipo interinstitucional. Los tres poderes del Estado iniciaron un trabajo intenso. Las autoridades descubrieron que al menos unas 800 personas, de las 16.300 presas en todo el país, debían estar ya libres. La Cámara de Diputados aprobó una declaración de emergencia que permitirá, entre otras cosas, otorgar ampliaciones presupuestarias al Ministerio de Justicia, asignar a policías y militares en los perímetros de las cárceles y menos burocracia y control en la construcción de nuevos penales. Además, el Congreso estudiará la modificación del artículo 245 del Código Penal, que restringe la concesión de medidas alternativas a la prisión preventiva.
La matanza de los presos de San Pedro despertó del letargo en el que estuvieron por al menos diez años nuestras autoridades. Digo al menos una década, porque las estadísticas muestran que más o menos en el 2010 se nota un aumento pronunciado de la población penitenciaria. Esta curva está acompañada con leyes cada vez más duras y que ataban de mano hasta a los jueces más garantistas. Entre 2010 y 2015 se duplicó la población penitenciaria en todo el país. A ese ritmo, nunca habrá cárceles suficientes para alojar a todos los presos del país.
La crisis penitenciaria no solo se generó por leyes más duras y la falta de inversión en infraestructura, sino también es consecuencia de una cultura del encierro, ejercida por el sistema judicial y alimentada desde los medios de comunicación y la clase política. La investigación académica Violencia en el encierro, cofinanciada por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), recoge el siguiente testimonio de un magistrado del fuero penal que pidió anonimato: “Te voy a ser sincero, si yo le rechazo a la Fiscalía un pedido de prisión en un caso de crimen, mañana soy tapa de diario y voy a tener gente pidiendo justicia a los gritos acá en frente. En los casos de crímenes, aplico la ley, y bueno, es todo lo que tenemos”.
Si bien advertida desde hace años por la academia y las propias instituciones involucradas, la crisis humanitaria en las cárceles nunca fue un tema prioritario para ningún gobierno. Por ejemplo, a pesar de sus implicancias sociales y económicas, ninguno de los principales candidatos presidenciales habló de la reforma penitenciaria durante tiempos electorales. El tema que hoy moviliza a los tres poderes del Estado; hace poco más de un año no interesaba a nadie.
No obstante, las señales de que esta bomba de tiempo estallaría más temprano que tarde, siempre estuvieron ahí. Solo el año pasado, dos peligrosos criminales salieron de la Agrupación Especializada por el portón principal, en la fuga menos espectacular de la historia. Ante tanta corrupción, no son necesarios los túneles o boquetes. Unos meses antes, la ciudadanía pudo ver los lujos y comodidades que tenían narcotraficantes y asesinos en Tacumbú.
De hecho, la propia Justicia dejó en claro que el Ministerio de Justicia perdió totalmente el control de las cárceles: Para la Fiscalía, Jarvis Chimenes Pavão comandaba una red internacional de tráfico de cocaína desde la cárcel, mientras que Alcides Oviedo Brítez orquestó el secuestro de Arlan Fick.
Ojalá que el reciente despertar de las autoridades no quede en el oparei, pero también es importante que el repentino afán de resolver la crisis no sirva de excusa para el despilfarro y el uso discrecional de fondos. Este no es un punto menor, teniendo en cuenta la corrupción imperante en el Ministerio de Justicia.
La solución no será de la noche a la mañana. Un problema de años difícilmente se resolverá en un solo gobierno, pero ahora se pueden dar los primeros pasos para revertir la situación. Si las autoridades no actúan de una vez, el espanto y el terror en las cárceles seguirán creciendo a un ritmo insospechado.