03 mar. 2025

Sopa de puerco

Mi hija menor me dijo que quiere ser periodista y no supe qué decirle; no sabía si sentirme halagado o aterrado. No tengo idea de cómo será hacer periodismo en el futuro próximo. Puede que una inteligencia artificial ocupe mi lugar en la radio o en la televisión, de seguro con una imagen notablemente más agradable y, por supuesto, con una voz menos estridente. Tengo un amigo que presume de poseer una memoria prodigiosa. Es capaz de recitar de atrás para delante todos los números del alfabeto griego, los ríos de China o los elementos de la tabla periódica; pero no sabe tomar una foto decente con el celular, pagar con el sistema QR ni hacer uso de una planilla Excel. Es un analfabeto digital. Como yo.

Lo grave es que el modelo educativo paraguayo (y un sector de la sociedad) presume que ambos, en nuestra calidad de padres, sabremos orientar a nuestros hijos para tomar el mejor camino que los lleve a enfrentar con éxito este nuevo siglo. Digo, si nosotros somos su mejor oportunidad están perdidos.

El comentario viene a propósito del debate que se desató en las redes después de que el ministro de Educación, Luis Ramírez, recomendara a los maestros no atosigar a sus alumnos con tareas escolares para hacer en casa. Una legión de padres enfurecidos le salió al paso advirtiéndole que eliminar esa vieja práctica sería un terrible error pedagógico, que esta permite la conexión entre padres e hijos, y que la mejor manera de preparar a los niños para el futuro es que sus progenitores les ayuden repitiendo en casa las lecciones desarrolladas en clase.

No me atrevo a decir quién tiene razón porque sencillamente carezco de los conocimientos necesarios para hacerlo. Pero sí puedo decir que me parece temerario que unos padres –que se formaron como yo en el siglo pasado– crean estar en condiciones de debatir con quienes llevan toda su vida estudiando el fenómeno del aprendizaje cuál es la mejor manera de educar para este vertiginoso nuevo siglo.

No creo que podamos intervenir en la definición del modelo pedagógico, pero podemos opinar sobre otras cuestiones mucho más básicas. Por ejemplo, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que vamos terriblemente mal si consideramos ya un avance que las escuelas no se vengan abajo, tengan agua corriente y los niños dispongan de un par de lápices, un cuaderno para escribir, un plato de comida y un palito o dos coquitos. Es como celebrar el reparto en el ejército de garrotes y piedras para combatir a romulanos o klingon en un capítulo de Viaje a las estrellas.

Podemos decir que si el proyecto estrella del Gobierno en materia de educación se limita a la provisión de sopa de cerdo en las escuelas podemos tirar la toalla antes siquiera de conocer al rival. Es una batalla inexorablemente pérdida. Vamos a combatir a los asiáticos montados en naves espaciales lanzándonos a degüello machete en mano y aupados en una mula. El solo hecho de que la discusión todavía se centre en quién tiene la culpa de que algunos alumnos aparecieran dando cuenta del almuerzo sentados en el piso de la escuela nos proyecta un futuro poco venturoso, por decir lo menos.

Definitivamente, nosotros solo somos padres. No somos pedagogos y no sabemos qué deberían aprender nuestros hijos para tener alguna oportunidad de competir con éxito en este nuevo y engorroso tiempo. Pero, no necesitamos ser brillantes académicos para darnos cuenta de que, si las ambiciosas metas del Gobierno son asegurar un plato de lentejas, algo de puré de banana (en su cáscara), una regla, un sacapuntas y algunos lápices, solo nos espera más de lo mismo; es decir, otra generación sumida en la mediocridad, intentando hacerse lugar en un mundo en el que ya no solo se compite con otros seres humanos, sino con inteligencias no humanas que procesan datos a la velocidad de la luz.

Somos del siglo pasado, pero sabemos que no se enfrenta el siglo XXI solo con sopa de puerco.

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