Las bombas resonaban en las calles. Los asuncenos nos atrincherábamos en nuestras casas. Radio Cáritas transmitía en directo con Celso Velázquez, Sergio Araújo (que ya no viven para contar) y Juan Pastoriza recorriendo el Cuartel de la Policía, Mburuvicha Róga y el Escolta Presidencial, los escenarios de una refriega que fue solo la frutilla del desgaste social. Horas de expectativa, de espera, de nervios, hasta que llegó el memorable: “Hemos salido de nuestros cuarteles...”, del general Rodríguez, con un ñe’etavy solo comparable al de otro militar de igual rango. De la incredulidad pasamos a la alegría. No había miedos del qué va a pasar después porque el después se teñía de esperanzas: Volverá la libertad, volverán los compatriotas exiliados, volverá el estado de derecho, volverá la institucionalidad. Pero las que volvieron remixadas fueron las oscuras golondrinas, que apenas hibernaron para resurgir disfrazadas de demócratas.
Dejando de lado las teorías conspiratorias, Rodríguez no era un demócrata, sino que tuvo que convertirse en uno a la fuerza. Su legado –impuesto por el Tío Sam, la presión ciudadana o el Ratón Pérez– fue convocar a una Constituyente que resultó en una Constitución Nacional que hacía la admiración de propios y extraños.
A la euforia inicial siguió la expectativa y a la expectativa, la decepción. Decepción por la corrupción que –antes reservada a unos cuantos agraciados– se volvió una plaga que infesta desde la Secretaría de Tributación hasta la comisión vecinal. Decepción por la Justicia que es ciega, sorda y muda, como Shakira, ante los robos a mansalva. Decepción, porque quienes creíamos que eran demócratas, eran unos desgraciados ladrones como los peores stronistas. Decepción por el resquebrajamiento del movimiento social, ciudadano y campesino, gracias a las coimas y a la repartija de dinero sin control. Decepción por los políticos, de cualquier color, que ni ahí están con la sublime idea de servir, sino que más bien están para enriquecerse hasta la cuarta generación amén. Pero la principal desilusión son las personas queridas de tu entorno más íntimo que parecían demócratas, pero resultaron ser unos desgraciados dispuestos a mandar a la hoguera a sus diferentes.
La democracia, como santo principio sacrosanto, no tiene la culpa, sino nuestra inacción, nuestra permisividad como ciudadanos: lo que callamos, lo que no protestamos, lo que dejamos hacer y ser. Sacudirnos, restablecer lazos, manifestarnos, enojarnos es prioridad para que nunca más nos dominen los tiranos.