21 nov. 2024

Su Patrón, su íntimo Dios

La soberbia del Gobierno cartostronista tiene un inocultable componente clasista en sus expresiones lingüísticas y políticas, aunque no siempre tenga clase en el sentido de distinción o categoría. Desde el autómata del “bando de los contrabandos” que es el presidente Santiago Peña (para seguir parafraseando al Supremo roabastiano en esta columna); pasando por la ominosa jefa de Gabinete, Lea Giménez (hija de escritores de novelas en contra del stronismo); hasta el sabelotodo y dúplice ministro de Economía, Carlos Fernández Valdovinos, es decir, el trío “Basanomics” de las puertas giratorias, economistas neoclásicos y empleados tercermundistas de una facción de la burguesía fraudulenta que nos gobierna desde siempre; en suma, la plana mayor del Poder Ejecutivo respira clasismo y soberbia de titulados en claustros de élite, chetos capitalinos acostumbrados a vivir en un mundo paralelo mediado por el dinero y, en general, decorado con un horrendo gusto kitsch: Caro y cursi.

Son aquellos los elementos más “sofisticados” del cartostronismo, lenguajes de programación un tanto más complicados, pero básicos finalmente: No abunda la sofisticación entre las huestes gubernamentales, a pesar de las apariencias, la tecnología israelí y la soberbia. En el Poder Legislativo, por ello, el cartostronismo tiene mucho menos clase, pero sí una multitudinaria violencia verbal y política, con una estética del coloradismo crepuscular de los años 80. Son, pues, componentes culturales principales del proyecto cartostronista: Clasismo soberbio y sofisticada ignorancia, autoritarismo de viejo cuño y propaganda algorítmica: Superficialidad y mucha plata.

Sin embargo, quien sí tuvo una clase extraordinaria para referirse al presidente de la república fue Luana González, estudiante de un colegio público de San Pedro. Con una capacidad de síntesis metafórica admirable, entrevistada por Luis Bareiro en el programa dominical Políticamente Yncorrecto, la adolescente recordó al popular personaje del escritor italiano Carlo Collodi, Pinocho, pero no por el consabido episodio del crecimiento de su nariz a causa de la mentira (que también aplicaría a Peña), sino por la naturaleza misma del sueño mágico de Pinocho: Dejar de ser una marioneta. Con una ironía a prueba de los balines de goma que prescribía Horacio Cartes para los estudiantes durante su gobierno, la inteligente sampedrana desafió: “Si Pinocho pudo ser un niño de verdad, Santiago Peña puede ser un presidente de verdad, tiene que dejar de ser un títere” dijo, profesoral. Pero –debemos saberlo, como lo sabe la estudiante Luana González– solamente en la literatura las marionetas dejan de serlo. En la realidad, esto no sucede nunca: Allí está la tremenda gracia de la ironía sampedrana.

Es una potente ironía la del presidente que no puede dejar de ser una marioneta, y, por ello, también es una fatalidad feroz para su gestión. Que Peña viaje tanto al exterior para “promocionar al Paraguay”, como impúdico panelista de radio y televisión, no compensa el hecho de que sus propios aliados sigan humillándolo intramuros, como sus aparentes amigos humillan al títere Pinocho en atribuladas aventuras, durante 36 capítulos crudelísimos. No hay que olvidar que Collodi cerró las entregas, originalmente, en el capítulo 16, con Pinocho terriblemente ahorcado por quienes creía eran sus aliados. Solo la inmensa necesidad de los lectores por seguir viviendo los sufrimientos de una marioneta en trance de convertirse en humano (y el afán de lucro del periódico donde publicaba Collodi) hizo que el escritor agregara otros veinte capítulos a la historia que, ahora sí, tenía un final de feliz humanidad. Algo que no sabemos aun si Peña puede esperar como destino político.

No solo porque a cada paso voraz que dan sus “amigos”, su vengativo Gepetto, más se reaviva la hasta hace poco alicaída oposición al Gobierno; sino porque en su origen autómata mismo está escrito que quien lo pone a andar políticamente, lo puede también sacar de circulación: Su Patrón, su íntimo Dios.

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