Una de las grandes decepciones de la era democrática en Paraguay ha sido la incapacidad del modelo de descentralización de mejorar la calidad de los gobiernos locales. De un sistema centralizado en el cual el presidente de la República designaba a delegados de gobierno para los departamentos e intendentes municipales para las ciudades y pueblos, pasando por reformas constitucionales y códigos electorales, llegamos al modelo actual con gobernadores, consejos departamentales, intendentes y juntas municipales elegidos por electorados locales.
La esperanza fue que un electorado local conocería a los candidatos, con sus fortalezas, debilidades y trayectoria. Y votaría a los más calificados, a los que más harían por mejorar las condiciones en sus comunidades. Los postulantes a cargos electivos son generalmente conocidos por sus compueblanos, “con pelos y señales” en la jerga rural, y el elector puede hacerse mucho mejor idea de los resultados esperados de la gestión de cada uno. Esto es especialmente cierto en el caso de candidatos que buscan reelección, y de los cuales ya se tienen antecedentes ciertos de su comportamiento en los cargos que ostentaron.
Los resultados de gestión de una administración local surten efectos casi inmediatos: La basura se recoge o no; los baches se arreglan o no; el contribuyente recibe mejor atención en el local municipal o no. Los electores sienten en carne propia, en muy corto plazo, las consecuencias de las buenas o malas decisiones en las urnas.
Entonces, ¿cómo se explica que personajes con demostrada incompetencia, con notoria participación en los más diversos ilícitos, con una desmedida afición al nepotismo, logren su reelección una y otra vez? ¿Cómo permiten los ciudadanos que clanes familiares se apoderen de gobiernos locales para su propio beneficio despreciando las necesidades de sus comunidades? ¿Cómo toleran escuelas que se desmoronan, caminos vecinales intransitables, obras sobrefacturadas y mal ejecutadas, fondos de royalties y Fonacide evaporados? Mientras los administradores se pasean a la vista de todos en camionetas cada vez más lujosas haciendo sin pudor ostentación de su ascendente fortuna.
Los ciudadanos tienen en sus manos, cada cinco años, una herramienta contundente para expulsar de la función pública a estos cachafaces. Se llama voto. ¿Por qué no la utilizan? ¿Por qué votan en contra de sus propios intereses?
Una explicación es que, desde la época de la colonia, los habitantes han sido súbditos, primero de la corona de España, y luego de una sucesión de regímenes autocráticos y dictatoriales. El súbdito no cuestiona, obedece. El súbdito acepta que la autoridad tiene todo el derecho de disfrutar de las oportunidades que le depara su posición. El súbdito es feliz con las migajas que caen del banquete del poder.
La vigencia de la democracia en el Paraguay es reciente, y aún no ha permeado totalmente el concepto que, en este modelo, el ciudadano manda, y las autoridades electas cumplen. El pueblo es patrón y los administradores de turno son sus servidores. El ser ciudadano no es meramente tener la nacionalidad: es también asumir la responsabilidad de gobernar el país, a través de representantes electos, evaluarlos y exigir rendición de cuentas. Y, sobre todo, destituir a los que deshonran el cargo encomendado.
Corresponde al Estado y también a la sociedad civil asumir el compromiso de educar y concientizar a todos los habitantes que ya no son súbditos, sino ciudadanos, lo cual les da derechos, pero también responsabilidades, siendo la principal de ellas la de elegir bien a sus representantes.