En otras palabras, el subsidio es parte del dinero que estamos obligados a ceder, y que, quienes administran el Estado, reparten entre un determinado grupo de personas.
Por sus características, el subsidio es en algunos casos absolutamente necesario, y en muchos otros, apenas una onerosa herramienta de control político y de distribución de escandalosos privilegios. En los países pobres como el nuestro, hay poco de lo primero y abunda groseramente lo segundo.
Se justifica que todos aportemos de nuestro peculio para beneficiar a una o varias personas cuando se encuentran en condiciones de extrema necesidad, asegurándoles, cuando menos, la cobertura de alimentos; o cuando el subsidio pretende garantizar un derecho básico como el del transporte público, abaratando su costo. Vale aclarar que esto es admisible siempre que el favorecido sea el usuario y no el empresario que explota el servicio.
En algunos casos excepcionales se justifica subsidiar temporalmente el precio de un producto que impacta en la estructura de costos de toda la economía, como pasa con la energía. En muchos países la electricidad y el gas están subsidiados. En otros, como en la Argentina, se subsidia el precio de los combustibles.
La cuestión es cuánto cuestan estos subsidios, cómo se pagan y por cuánto tiempo. El dinero sale siempre del bolsillo de los contribuyentes, de eso no hay duda. El punto es si se trata de un dinero que el Estado cobró y le sobró (un fenómeno cuasi inexistente) de un préstamo que tomó confiscando futuros tributos o si sencillamente dejó de invertir en aquello para lo que realmente pagamos los impuestos: salud, educación, seguridad y obras públicas.
El primer culebrón de los subsidios es pues económico. El segundo es político y social, y ocurre cuando el subsidio genera dependencia, cuando la economía se adapta a los precios artificialmente bajos, o las personas ya no pueden subsistir sin los aportes estatales. En ambos casos, los beneficiarios quedan a merced de los administradores de turno del Estado. No hay mecanismo más eficiente para sostener a la clientela política.
Por eso, un primer requisito para considerar siquiera cualquier subsidio es que este debe ser explícito. Es necesario saber exactamente cuánto cuesta, cómo se paga y quiénes serán los beneficiarios y por cuánto tiempo. Esto que parece una obviedad no necesariamente se da así.
Hoy estamos debatiendo si corresponde o no subsidiar los precios de los combustibles. Los números provocan miedo. El país consume 250 millones de litros de combustible por mes. Si subsidiáramos en mil guaraníes por litro, el Estado necesitaría tomar de nuestros impuestos 35 millones de dólares por mes, unos 71 millones de dólares en los dos meses que estiman puede durar la inestabilidad en los precios del crudo. Parece una barbaridad. De hecho, es imposible encontrar ese dinero en un presupuesto que no tiene margen libre, devorado por salarios, deuda y pago a proveedores.
Lo curioso es que ese mismo presupuesto esconde subsidios mucho más escandalosos. Por ejemplo, el de los jubilados públicos, o más concretamente, el de militares, maestros y policías que tienen jubilaciones de privilegio (se jubilan más jóvenes como los docentes o equiparan la jubilación al salario de los activos como en el caso de los militares). Son solo 67.800 jubilados que en el 2021 arrojaron un déficit de ¡163 millones de dólares!, más del doble de lo que se pretende usar para subsidiar el combustible de los siete millones de paraguayos. Según estimaciones oficiales, para el 2029 el agujero se comerá más de ¡3.500 millones de dólares!, de nuestros impuestos. Definitivamente, los subsidios realmente escandalosos son los encubiertos, ya sean por su volumen, como el de la Caja Fiscal, o simplemente por oprobiosos, como los cupos de combustible que seguimos pagándoles a nuestros honorables diputados.