No existen sistemas penitenciarios perfectos. Un lugar que reúne a personas implicadas o vinculadas con problemas legales y/o morales, afectivos y sicológicos es un espacio altamente complejo, difícil de administrar. Y esto se agrava cuando el Estado o las instituciones encargadas no tienen la presencia suficiente, adecuada o debida. Y a esto habría que añadir la administración de la Justicia, con sus protagonistas y esquemas de trabajo; un mecanismo de gestión muy vinculado con esta problemática.
El sistema penitenciario de nuestro país está en terapia intensiva con pronóstico reservado, y, de manera especial, la Penitenciaría Nacional de Tacumbú; la más hacinada y peligrosa del país.
La dramática realidad de este penal está a la vista de todos; una cárcel manejada por clanes o grupos criminales, que incluso se disputan el poder internamente y reclutan “soldados” en el recinto; pocos tienen el privilegio de mantenerse neutrales en un territorio controlado por facciones y sin escrúpulos.
Como lo mencionan los expertos, en estos centros el crimen organizado ha ocupado el lugar del Estado, brindando “seguridad” y hasta alimentación a los reclusos. Algo increíble e inaceptable, pero real.
Pero, aunque cueste aceptarlo, este centro penitenciario, con más de 3.500 internos, la mayoría sin condena y sobreviviendo de manera infrahumana, es –de alguna manera– un espejo de lo que somos, una radiografía de la sociedad en la que vivimos y el resultado de lo que ella promueve; de la manera en que vemos y tratamos al ser humano.
La pobreza, la falta de oportunidades y educación, la carencia de una familia y su afecto; la promoción de antivalores e ideologías inhumanas; el dinero, éxito y poder como únicos ideales de la vida, han abierto el camino para esta realidad.
Es un espejo que repugna y que también debería convertirse en una provocación para cada persona. Más allá de la responsabilidad del Estado, que tiene una gran cuenta pendiente en este campo, este dramático sitio también es un “grito” para la sociedad que vive a espaldas de él, como no queriendo aceptar que convive con un depósito de seres humanos.
Es cierto que hay una responsabilidad personal, de la libertada de cada uno, y eso no se puede negar. Pero ante las realidades de dolor y desesperación, la respuesta nunca será la indiferencia y la misma violencia que la ha generado.
Sin dudas, el penal de Tacumbú, con toda su complejidad, es también un desafío para nuestra libertad y forma de mirar a las personas, que finalmente, aunque parezca un escándalo decirlo, es siempre más grande que su error y su mal.
Así como cada uno de nosotros; somos mucho más que el error que cometemos o el mal en el que caemos. Y siempre será una mano amiga o misericordiosa o compasiva la que podrá rescatar al ser humano olvidado, herido de muerte o incapaz de elevar la mirada hacia algo distinto que su propio mal.
La ley se debe cumplir y las condiciones de trato humano también. Pero no debemos esquivar la mirada, porque detrás de cada persona recluida en el más oscuro rincón de ese penal, con un enorme historial de dolor, crimen, odio, frustración y violencia; detrás de esos tatuajes y marcas en la piel, o gritos de guerra con que se expresan, está el ser humano con una dignidad inviolable e inextirpable.
“Esas miradas no son solo de odio sino también de deseo de ser aceptado, amado y perdonado”, decía con firmeza un sacerdote extranjero que trabajaba en la Pastoral Penitenciaria, y que no se cansaba de decir que la solución no estaba en construir más cárceles, sino más familia, más escuelas, más iglesias, más empleos, deportes, más amigos, más oportunidades de reconocerse y descubrirse humanos.
Un desafío para cada uno. Mirar esta dolorosa radiografía manchada en sangre, y ver qué podemos aprender de ella.