A veces necesitamos que alguien de afuera nos eche una mirada para recordarnos que no todo lo hacemos mal, que hay aquí un montón de oportunidades únicas por explorar, y que el Paraguay no está condenado al infortunio. Mientras los dinosaurios de la política desempolvaban en el Senado viejas consignas contra el Imperio, y los diputados daban cátedra de civismo intercambiando insultos y acusaciones, unos dos mil empresarios y funcionarios llegados de todo el mundo asistían en Asunción a un foro organizado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) sobre cómo y por qué invertir en Paraguay.
El mismísimo presidente del BID, Mauricio Claver-Carone abrió la jornada diciendo que personalmente apostaba por el Paraguay, que él invertiría en el país porque es el lugar donde existen las oportunidades del mañana. No fue un verso. En este mismo momento hay poderosas multinacionales de Estados Unidos, Europa, Corea del Sur y Taiwán preparando su arribo para invertir en la producción de pasta de celulosa, hidrógeno verde, fertilizantes y electromovilidad. Los proyectos, muchos de ellos ya en ejecución, suman inversiones por más de cuatro mil millones de dólares.
¿Significa que estamos equivocados y que en Paraguay no hay una epidemia de corrupción? ¿No tenemos una Justicia sodomizada por la clase política? ¿No nos hemos convertido en un centro de acopio y distribución de las drogas? ¿No somos el destino favorito de los capitales de origen ilícito? ¿No padecemos la peor educación pública de toda la región y una de las peores de todo el planeta?
No y sí; no estamos equivocados, y sí todo lo demás. Pese a ello, sin embargo, seguimos siendo un excelente lugar para invertir. ¿Por qué? Porque pese a la creciente degradación de los partidos políticos hemos respetado algunas cuestiones básicas para una economía sana; como no imprimir dinero sin respaldo para cubrir gastos; dejar que el precio del dólar sea el resultado de la oferta y la demanda; limitar en lo posible la potestad del Estado de gastar más de lo que recauda, y ser cuidadosos con el endeudamiento público. Si bien en estos dos aspectos últimos nos hemos relajado peligrosamente con la pandemia, aún nos mantenemos en ventaja considerable con respecto a la mayoría de los países del vecindario.
Se trata de políticas públicas exitosas diseñadas por funcionarios eficientes que ocuparon sus cargos por mérito y no por vinculación política. Reconocerlo es fundamental para mantener a sus entidades matrices, Hacienda y el Banco Central, blindadas ante los embates de la jauría partidaria.
Tenemos además dos ventajas fundamentales de cara al futuro. Una población mayoritariamente joven que, de acuerdo con los propios inversores paraguayos y extranjeros, tiene una notable capacidad de aprender, pese a haber recibido una espantosa educación básica. Y cantidades ingentes de energía limpia y potencialmente barata.
Para que todas estas ventajas se mantengan y potencien necesitamos establecer prioridades y llegar a ciertos acuerdos básicos, independientemente de cómo se construya el rompecabezas político. Gane quien gane, dos reformas iniciales convertirán el proceso de transformación en una evolución irreversible: la transformación del modelo educativo y la independencia del Poder Judicial.
Si con ello podemos además optimizar las compras del Estado y profesionalizar la carrera de la función pública habremos sentado las bases para un cambio sólido y sostenible en el tiempo.
Nada de esto es imposible. Ni siquiera con la legión de esperpentos que pueblan la clase política. Incluso a ellos es posible forzarles la mano, obligarles a realizar los cambios. Lo único indispensable es una opinión pública convencida. Es la presión de la ciudadanía la que terminará provocando las reformas, en alianza con funcionarios convencidos de que este es el camino.
A nosotros que estamos metidos en medio de la tormenta nos parece imposible salir de ella, pero quienes nos miran desde otros mares están convencidos de que el barco es más sólido de lo que suponemos y que llevamos buen rumbo. Acaso solo nos falta echar a unos cuantos a los tiburones. Tengámonos un poco más de fe.