Elías Piris
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Hay quienes dicen que las canciones quedan impregnadas en el subconsciente, otros en la misma sangre. Es el caso de The Cure, que conscientes de la magnitud de su obra, decidieron reafirmar esa teoría.
La previa se presentó con todas sus aristas: filas en los alrededores, las legiones de vendedores y de fondo dos bandas paraguayas sonando: Tribu Sónica y Deliverans.
Estos últimos, no ocultaron su emoción por compartir escenario con sus mentores. Tanto así que su vocalista Neine Heisecke se despidió emocionado con un “estamos en los 90".
Es que el tiempo parecía no haber transcurrido para los rostros que vieron a la Asunción de la posdictadura, de los primeros pubs, de la libertad de expresión con la voz de Robert Smith y el sonido británico como telón de fondo.
Ellos estaban ahí para una cita ineludible con el pasado y el presente.
La espera no fue mucha ya que minutos después de las 21:30 con la ansiedad en su pico más elevado, los de Sussex salían a escena interpretando Open enganchada con las exitosas High, The end of the world hasta llegar a Lovesong, la más coreada del principio.
Sin pausas y sin dar respiros continuaron con Push, Inbetween days y la conocida Just like heaven.
No hubo mucho flirteo con el público paraguayo, que ya se acostumbró al carácter flemático de los británicos visitantes. No obstante demostraron y evidenciaron que su presencia escénica es única, pudiendo ser imitada pero difícilmente igualada.
La voz de Robert Smith se mantiene intacta y siempre encuentra refugio en su guitarra y difícilmente sale de su “zona cómoda”, pero esta vez salió del protocolo y hasta se animó a dar unos pasos de baile que en cierta medida recordaron a su contemporáneo Ian Curtis, vocalista de Joy Division.
La base de The Cure es una muralla de sonido hecha de cimientos sólidos: El arrollador bajo de Simon Gallup, miembro original de la banda, y los precisos golpes de batería de Jason Cooper.
La atmósfera oscura e introspectiva está a cargo del eximio tecladista Roger O’Donell, que como buen soldado se mantiene firme y casi inmóvil al lado de su instrumento. La precisión aporta el guitarrista Reeves Gabriels, quien intercambia los solos con Smith.
Siguieron piezas de culto como From the edge of deep green sea, Pictures of you y la inefable Lullaby, con arácnidos desfilando en la pantalla de fondo.
El explosivo ritmo continuó con Fascination street, decreciendo un poco con Sleep when I’m dead y subiendo nuevamente con la acelerada Play for today, otro de los himnos de la etapa post punk de The Cure.
Siguió la muy cantada A forest, acompañada de la peculiar Bananafishbones, para pasar a The walk y Mint car antes de llegar al megahit radial Friday I’m in love. Los presentes bailaban, se movían y disfrutaban.
Siguió Doing the unstuck, canción en la que Smith aprovechó para regalar algunos besos a los presentes como gesto de cariño, que como era de suponerse, fue bien retribuido por las fans.
Es sabido que The Cure está más allá de los corpiños voladores, los gritos ensordecedores de las adolescentes y la parafernalia boyband. Ellos vienen a hacer lo que mejor saben: El culto a la música, el genuino espectáculo.
El show continuó con Trust y Want, temas no muy difundidos en nuestro medio, lo que provocó cierto ambiente de inquietud en la mayoría del público, mientras algunos fanáticos de la vieja guardia seguían cantando a rabiar.
Pero estaba decretado que la noche sería memorable y nada saldría mal. Sonaron luego The hungry ghost, Wrong number, One Hundred Years y End.
Las luces bajaron la intensidad y la banda tomó un merecido primer descanso.
El primer encore sorprendió a varios con las tres nostálgicas baladas: Cold, A strange day para pasar directamente a The hanging garden, cantadas de manera desgarradora, como solo Robert Smith puede hacer.
El cansancio era visible a esa altura y se necesitaba a la fórmula de los éxitos radiales y los acelerados ritmos. Eso ocurrió ya que otra balada Dressing up fue el preludio perfecto para la jazzística The lovecats, The caterpillar, que puso nuevamente a bailar a todos, para pasar a otra inolvidable: Close to me.
Como conocedores de fórmulas infalibles para presentaciones memorables, la estrategia de aumentar la intensidad fue ejecutada con la exactitud y rigurosidad del ejército más preparado.
La fiesta siguió con Hot, hot, hot, Let’s go to the bed, Why can’t I be you y el pico máximo de euforia llegó con Boys don’t cry, que como era de esperarse fue cantada de principio a fin.
Y por si faltara más 10:15 Saturday Night y la polémica Killing and Arab cerraban una magnífica noche en la que The Cure condensó 30 años de carrera en tres horas de show, que finalmente quedaron cortas.
En pocas palabras fue un regalo para las aproximadamente 30.000 almas que vivieron a plenitud un concierto que sirvió como vehículo para transitar por los caminos de la fascinación una y otra vez.