El fracaso de las políticas públicas para garantizar la seguridad alimentaria de la población tiene un fuerte impacto en el campo, donde cada año los productores frutihortícolas caen en desgracia luego de disputar la comercialización de los alimentos con importadores.
Consciente de su responsabilidad para producir en cantidad y calidad, el Gobierno soluciona la carencia otorgando permisos para comprar productos extranjeros, que ingresan al país con costos inferiores a los nacionales, que a su vez quedan desplazados en el mercado interno. Es el mecanismo más sencillo que encontró para regular los precios que imponen la oferta y la demanda para el consumidor final.
Esta situación obligó ayer a agricultores a salir a cerrar la ruta en San Pedro con 40 toneladas de tomate y locote, que a simple vista muestran calidad. La organización incluso dio un paso más e invirtió en una mejor presentación de las cajas, pero aun así los productos pasaron desapercibidos para los intermediarios que concentran su atención en verduras de Brasil y Argentina, países que tienen una mayor capacidad productiva que les permite abaratar costos.
Los intermediarios están dispuestos a comprar la producción nacional, pero ofrecen pagar 40% menos de lo que piden los productores para no solo cubrir los gastos en insumos e infraestructura, que ayudaron a mejorar la calidad, sino también para obtener ganancias que hagan sostenible este trabajo rural.
El principal argumento es que la producción nacional no alcanza a cubrir la demanda de unos 200.000 kilos al día, pero además hay periodos de baja oferta debido a factores climáticos adversos. Esto solo se puede contrarrestar con invernaderos, que cuestan alrededor de G. 15 millones como mínimo cada uno, inversión que si bien va en aumento, principalmente en Caaguazú, no puede ser sostenible con bajos precios.
Es aquí donde el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG) tiene la responsabilidad de garantizar las condiciones a la agricultura familiar que no alcanza a cubrir los costos de producción para lograr la cantidad y calidad que exige el mercado, pero nos encontramos con la sorpresa de que la capacidad de asistencia de la institución es de apenas el 30% de los pequeños productores.
Otro inconveniente que se presenta en las fincas es la escasez de semillas, incluso para quienes tienen la capacidad económica de comprarlas. En el caso del MAG, hasta el momento consiguió simientes de tomate para distribuir a solo 1.200 agricultores, lejos de los 3.000 hogares que proyectaba alcanzar este año.
Esta situación se debe a la total dependencia de la importación de semillas, cuya disponibilidad en los países productores también es limitada. Tanto Argentina como Brasil apuestan por la seguridad alimentaria de su población, principalmente en este contexto de pandemia, y solo en caso de remanentes exportan sus insumos, lo que deja a Paraguay completamente vulnerable en la producción de alimentos y ante la imposibilidad de abandonar el círculo de dependencia alimentaria.
Si bien las últimas semillas se consiguieron en el mercado estadounidense, ante la imposibilidad de comprar en la región, ni siquiera representa una válvula de escape, así como tampoco son una solución las ferias de productores que organiza el Gobierno.
Esta serie de problemas contrastan con la realidad de grandes productores que están logrando precios picos históricos por la provisión de granos, que a nivel mundial se utilizan en un 80% para la alimentación de animales.
Lo que indigna es la desigualdad en las condiciones de producción respecto a los campesinos, quienes deben implorar que las instituciones estatales cumplan con su función de planificación, desde la provisión de insumos hasta su comercialización al consumidor final. Es el único camino para lograr la anhelada soberanía alimentaria.