Tenía previamente redactados textos sobre dos temas distintos para este espacio (algo que suele ocurrir, dados los quince días que median entre columna y columna y los asuntos innúmeros que desfilan enfrente durante este tiempo), pero terminé eligiendo otro rumbo acaso menos urgente.
Quiero escribir sobre la artista pop Dua Lipa.
La escuché por primera vez gracias a mi hija adolescente y, más allá de sus particularidades compositivas, hay siempre una referencia al pasado en su música que es lo motiva estas impresiones. Al pasado del pop, digo. También relampaguean en la británica sus orígenes albanokosovares, cierta potencia periférica, finalmente, algo atenuada dentro del ancho mar del mainstream de su generación.
Por eso, cuando hace poco grabó Cold Heart, para The Lockdown Sessions, de Elton John (a su vez, retornado hace poco desde ese deja vu permanente que son los años 70, bajo la forma de una biopic cinematográfica), no había nada de qué sorprenderse. Las voces y las figuras de las jóvenes sinuosas del pop, desde hace al menos veinte años, vienen siendo portales de acceso al presente por parte de la gerontocracia todavía inquieta que está en el comienzo de esta música (Paul McCartney, Santana, etc.). Es una estrategia propia de la industria que basa su supervivencia en la tautología, en la repetición de los nichos sonoros y del crossover (la mezcla de estilos), en la producción sistemática de covers que reactualizan amablemente el pasado como nostalgia. No en vano el último disco de Lipa se titula, con admirable obviedad, Future Nostalgia: una predicción de lo inevitable, de lo nostálgico que hay en los productos culturales del capitalismo del siglo XXI. Por eso tampoco extraña (sí la reacción de sus críticos más adultos, más desesperados de tanto percibir solo ecos del pasado en un paisaje que ven desierto cuando más bien está lleno de las marcas primordiales, pero desgastadas y apenas reconocibles) que ahora Lipa enfrente sucesivas demandas por plagio por la factura de su pegadiza canción Levitating, plásticamente levitante en las ondas de radio tanto de música actual como oldie: su presencia digital (su atemporalidad) es, como el conjunto de la música globalizada, ubicua. En la época de “la lenta cancelación del futuro”, según la melancólica expresión de Franco Berardi, todo puede ser un espectro del pasado, es decir, el eco de un eco: adultos ansiosos que regresamos, un poco reaccionariamente, solo a la música de nuestra propia adolescencia.
Sin embargo, como atestigua Mark Fisher, agudo crítico cultural británico fallecido tempranamente hace cinco años, la amenaza “ya no es la dulce seducción mortal de la nostalgia”, pues el problema está en que “no es, ya no es, la añoranza de llegar al pasado, sino la incapacidad de salir de él” la que nos atrapa.
Esta cárcel narrativa, que se corresponde con la crisis epocal post-2008, nos toma ante una falta de pericia para alejarnos de las fórmulas retóricas en nuestras producciones simbólicas. Es lo que otra teórica cultural, la estadounidense Sianne Gai, llama gimmick (dispositivo). Los mecanismos propios de la modernidad estética y maquínica occidental: todo esto que vemos, vivimos y admiramos. Está lejos de ser este un simple problema de “originalidad”, pues Levitating es, bajo estas miradas, una inherente elucubración (degradada) del espíritu primero del pop; por lo tanto, sería inatacable desde la verdad jurídica ya que, en última instancia, la melodía de Lipa es una genética musical compartida: una típica progresión armónica. Ella actúa entonces desde una inocencia transparente que dio origen al género mismo, pero que también encumbró una cultura que no soporta cualquier idea de plagio.
Lipa, finalmente, solo fue pescada en unas trampas nostálgicas, imperiales y autorales que son las del propio capital y el de su incesante reproducción.