Amanece. El tremendo sol gigante y rojo se asoma imponente sobre el horizonte de karanda’y. Solo algunos ladridos rompen la calma de la mañana, mientras poco a poco comienzan a circular algunas motos que darán vida a la ciudad de las casas de madera.
La tierra blanca y seca se levanta a cada paso que damos, dejando estelas que se resisten a disiparse.
El polvo lo inunda todo.
Entrada la mañana, en un viaje de unos 30 kilómetros por un camino de tierra alucinante, recto y silencioso se llega a Puerto Esperanza: Intchta en idioma yshir.
En el camino nos sorprende una fauna que como capitalinos anestesiados nos resulta increíble. Tujujus cuarteleros se espantan en bandadas gigantes. Escurridizos aguaras aparecen y hasta un ciervo de los pantanos se asoma al camino. Nos observan con desprecio y huyen hacia la invisibilidad del monte.
Puerto Esperanza es una comunidad con unas 250 familias. Nos reciben las enormes sonrisas de los niños, que corretean alrededor gritando y mirando a los visitantes con curiosidad.
Los líderes relatan el problema de la deforestación, provocada por la industria agroganadera que los rodea; la amenaza constante de la pérdida de su tierra, producto de la prepotencia y la avaricia; la falta de agua potable que ya ha enfermado a muchos, y la carencia de energía eléctrica que dificulta hasta las actividades más elementales. Irónica situación, en el país que produce la mayor cantidad de energía hidroeléctrica en el mundo.
Alguien repara su red de pesca, tal vez la actividad de subsistencia más importante del lugar. Alguien teje las hojas del karanda’y que luego se convertirán en sombreros o cestos de una minuciosidad y belleza increíbles, y que terminarán en manos de forasteros por muy poco dinero.
En Puerto Diana 100 familias luchan por no perder su tierra, amenazadas por poderosos, a veces extranjeros, que ponen constantemente en duda la propiedad de una tierra que por historia y por ley pertenece al pueblo Yshir.
Una pareja de ancianos chamanes que curan con sus manos reclaman que todos los asuncenos llegan para tomarles fotos, luego se van y nada cambia.
Un camino abierto sin permiso por un estanciero extranjero se adentra en territorio de la comunidad, poniendo en peligro la provisión de miel, de animales de caza y del valioso karaguata con el que se producen artesanías de altísimo valor estético.
En Puerto Pollo y en Puerto 14 de Mayo —Karcha Bahlut en lengua yshir—, la situación no es diferente. Aún hoy la provisión de energía eléctrica no existe. La de agua potable tampoco. El aislamiento es casi constante y llegar a Bahía Negra es posible solo mediante el barco Aquidabán, una vez a la semana desde Concepción. Por vía terrestre, cuando las lluvias o las crecidas lo permiten, únicamente en vehículos 4 x 4 o en colectivos de la empresa Stel Turismo los sábados. Se realizan también vuelos del Servicio de Transporte Aéreo Militar (Setam) los miércoles. Sin embargo, como la pista de aterrizaje es de tierra, si llueve no es posible utilizarla.
Es viernes. El Aquidabán ha llegado y por fin se escucha bullicio frente a la ciudad. Toneladas de mercaderías comienzan a ser bajadas a tierra. Frutas y verduras, lácteos, ropa y calzados. Materiales de construcción y cantidades impresionantes de cerveza se descargan rápidamente de este supermercado flotante. El hormiguero humano se apodera de la embarcación por poco tiempo y al final de la tarde el barco parte río abajo liviano, casi vacío. El bullicio se apacigua al igual que el sol y el calor. Algunos bostezan, los chicos juegan fútbol. Las adolescentes revisan sus teléfonos celulares y un par de predicadores notablemente rubios pasan raudamente desentonando en el paisaje, cual extraterrestres con casco.
Abandonar el Pantanal es como irse de la casa paterna. Nos dejará con la desazón que produce la nostalgia de lo que fue y también con la alegría de saber que en algún lugar se guarda aún un corazón salvaje, que late vigoroso e irradia vida.