Karina Godoy
Don Buenaventura Guerrero tiene 100 años de edad. De mirada profunda, sonrisa amplia y una lucidez asombrosa, camina apoyado en un bastón hasta alcanzar y sentarse en una silla cable. Para contemplar tiene como vista panorámica el verde intenso de los kilómetros de vegetación que rodean su vivienda, sobre la ruta, en Rincón Guasu, compañía de Ybycuí. Desde allí, bajo la sombra de las plantas hogareñas y la suave brisa de campo, rememora –con mucha precisión– las andanzas del padre Julio César Duarte Ortellado, sacerdote paraguayo que falleció a los 37 años (un 4 de julio de 1943 ) y va camino a la beatificación.
Don Guerrero tuvo la oportunidad de trabajar de cerca con pa’i Julio quien murió joven por Tifus. Fue declarado Siervo de Dios en el 2013 y con la Causa de la Beatificación abierta desde el 2020.
“Apenas vine del cuartel, empecé a trabajar con él. Íbamos por las compañías con el padre a hacer cursillo a los malos casados nunga, amancebados (que vivían en concubinato) y de paso bautizábamos a todos sus hijos”, cuenta.
“Entre sus proyectos estaba también ampliar la iglesia porque decía que era muy chica. Realizó una consulta a la comunidad y fue del agrado de todos; adultos y niños, todos se entusiasmaron. Primero se trajo a oleros para hacer los ladrillos, tejas y tejuelas. Cuando terminaba la misa, todos los presentes se trasladaban a la olería a traer en brazos los ladrillos. El padre Julio también entre ellos. En mi caso me encargué de cavar para el cimiento, cerca de dos metros de profundidad”, relata don Buenaventura, en un guaraní cerrado y fluido.
La casa de don Guerrero, en Rincón Guasu, era además lugar de posada del padre Julio, luego de su recorrido por los hogares en la zona rural.
A menudo don Buenaventura deja escapar la risa, cuál niño travieso, cuando en la mente le viene la imagen de un sacerdote desensillando su caballo y descansando bajo la sombra, sobre la montura de cuero. O entrando a la cocina para sentarse en la silleta y comer lo que le sirvan. “No era delicado, comía lo que había. Lo que más le gustaba era mandioca con sal”, menciona nostálgico.
El padre Julio tenía mucho carisma, la gente lo quería ver, pero muchos, de compañías alejadas, no podían porque no había medios de transporte, por eso realizaba los recorridos y también proyectó la construcción de oratorios. No solo prestó servicios en Ybycuí; también estuvo en Quyquyhó y Mbuyapey.
“Su muerte conmovió a todos y es como que no sabíamos qué hacer con todos los proyectos. Pero tuvimos en cuenta su lema de no cansarse, de no rendirse, y con la ayuda de otros sacerdotes que vinieron después se terminó la obra de la iglesia. El colegio y hospital también fueron obras del padre Julio”.
Una vida pastoral. Don Buenaventura es un ícono para la comunidad por su amplia trayectoria en el servicio pastoral y el privilegio de una larga y lúcida vida. Muestra con orgullo los reconocimientos otorgados por el trabajo de laico. Entre ellos el pergamino enviado por el entonces papa Pablo VI en 1976. Donó además parte de su propiedad para un oratorio donde él mismo se encargaba de las celebraciones hasta muy avanzada edad. Actualmente quedó a cargo de su nieta, Edith Guerrero, quien sigue los pasos de su abuelo. Don Ventura, como lo conocen sus allegados, cumplirá 101 años este 14 de julio . “De uno otra vez voy a empezar”, bromea con una sonrisa pícara de quien para presumir que de la vida tiene bastante.
Encomendaron al pa’i un embarazo de alto riesgo
“Cuando ve la imagen de un santo ya dice: Mimí y amén”, comentan Ronald Alonso y Geraldine Pedrozo sobre la tierna y traviesa hija que tienen, de un año y ocho meses, Lidia Giovanna. Y es que la pequeña se desarrolló en un ambiente de oración y prueba de fe. Su llegada al mundo, completamente sana, es un milagro que atribuyen a la intercesión del padre Julio César Duarte Ortellado. El caso de la niña es además uno de los testimonios que se plantea incluir en la causa para la beatificación del sacerdote.
“Partiendo del embarazo para nosotros fue un milagro. Tenía que seguir un tratamiento largo, ya que tengo un solo ovario. Ella vino justo cuando ya decidí dejar de tomar los medicamentos de estimulación y dije: Que sea lo que Dios quiera y el padre Julio. En esa época ya nos encomendamos al sacerdote”, recuerda la madre, quien dio a luz a los 36 años.
Pero las pruebas para los padres primerizos aún no culminaban. Entre los chequeos de embarazo recibieron como diagnóstico el alto riesgo de síndrome de Down. Para asegurar, el doctor dio la orden para repetir el estudio en otro laboratorio, pero el riesgo con grado alto nuevamente fue detectado.
“El doctor nos dijo que dependía de nosotros, que a lo mejor era una prueba de Ñandejára. Decidimos seguir con el embarazo, pase lo que pase. Empezamos a encomendarnos al padre Julio todas las noches para que nuestra hija venga sin ninguna anomalía”, menciona el padre.
Recuerdan que el proceso de embarazo fue complejo por el miedo y la incertidumbre. “Cuando iba a nacer mi presión estaba superalta, pero cuando dijeron que estaba totalmente sana se reestableció automáticamente”, indica Geraldine.
Ronald, por su parte, recuerda las palabras del ginecólogo cuando salía del quirófano. “Salió sorprendido y me dijo: Qué bárbaro, no puedo creer, en estos largos años nunca vi esto. Decía que tenía ganas de tirar todos los estudios de laboratorio”.
Hoy, entre las risas y juegos de la pequeña, los padres mencionan que anhelan que el sacerdote, a quien guardan una profunda veneración, pronto pueda ser el próximo Beato de Paraguay.