Toda su familia también decidió hacerse el examen de salud para descartar cualquier eventual contagio dentro de la misma casa. Sin embargo, las mesas y otros enseres que alquiló Saúl para festejar la fiesta de Nochebuena con su familia quedaron intactos y sin moverse.
Los preparativos quedaron suspendidos, la comida quedó en la heladera y todos quedaron encerrados en sus cuartos y no hubo festejo de Nochebuena. No hubo brindis, ni festejo, ni alegría, ni emoción. Nada. Una escena triste.
Algo parecido ocurrió cuando se incendió la casa de Viviana, pobladora de la Chacarita, quien contempló cómo el fuego quemaba todo, no solo sus pertenencias, sino sus ilusiones e incluso se llevó también la alegría de una Nochebuena, que en vez de ser feliz, se convirtió en una pesadilla atroz. También en vísperas de la Nochebuena, que debería ser un momento de alegría y celebración, nos avisan por WhatsApp que falleció la madre de una periodista, o nos enteramos por los periódicos que una simple araña mató a una persona.
Estas historias reales, con nombres ficticios en algunos casos, pueden ser la de cualquier persona. Plasma elocuentemente lo duro que fue para muchos este año marcado por la pandemia y otras desgracias.
En el caso del coronavirus, este llegó de sorpresa y nos arrebató tanto, nos movió el suelo y miles de seguridades que teníamos construidas en la vida. En un abrir y cerrar de ojos, hizo polvo y añicos esas certezas que creíamos tener sobre incontables aspectos de la vida.
La muerte, así como la tristeza que puede nacer por la pérdida de un ser querido, fue el punto de reflexión de muchos filósofos para indagar sobre el sentido de la vida. A 22 años de la partida de mi hermano por cuestiones fortuitas de la vida, también un día después de la Navidad, yo o cualquiera, puede preguntarse el porqué tanta desgracia, miseria y dolor en la vida.
Pese a que muchos huimos de la tristeza como si fuera un cáncer, ¿qué respuesta les podemos dar a tantas personas hospitalizadas, pobres y hambrientos, aquellos que sufren humillaciones, marginación e injusticias, encarcelados, emprendedores en la quiebra, familias destruidas, madres, hijos o parientes fallecidos por tantas desgracias?
El Gobierno, la sociedad, las familias o las personas, en muchas ocasiones, no tienen la culpa de la muerte. Quizás pueda evitarse la expiración en algunos casos gracias a la medicina o con diversas medidas de prevención, pero nunca impedirla. La partida llega y no hay tu tía. Ya bien lo decía el protagonista de la película estadounidense ¿Conoces a Joe Black?, de 1998: “No nos libramos de la muerte ni de los impuestos”.
Y desde la teoría narratológica, Greimas decía que el sentido de la vida podía explicarse en parte como un juego de opuestos, en donde al blanco se le opone el negro, y a la vida, la muerte. A partir de ahí, se podría construir y dar un mínimo sentido a las historias, las novelas y a la vida misma.
Pero ante la muerte, lastimosamente, no existe una teoría que convenza. Ante el dolor, el llanto o la desesperación, no hay teoría que aguante. Las teorías científicas no nos aplacan ese dolor, vacío o tristeza que puede invadirnos ante situaciones duras. Solo la “esperanza” en algo más grande, del más allá, algo inexplicable, un amor más fuerte, una fuerza indescriptible, algo de otro mundo, puede sostenernos y mantenernos en pie.
Ante el dolor, la teoría no sirve. Quizás pueda aplacar el dolor, pero nada más. Personalmente, creo que el “misterio” encarnado en un pobre Niño –casi lánguido y nacido en Belén– vino a rescatar ese dolor del mundo y a enjuagar mis lágrimas.