Jorge Daniel Codas Thompson
Analista de política internacional
El pasado 5 de noviembre, Donald Trump obtuvo una resonante victoria sobre su rival, la vicepresidenta Kamala Harris, tanto en el voto popular como en el Colegio Electoral. En su primer discurso después de la victoria, Trump enfatizó que se enfocaría en cumplir con sus múltiples promesas electorales, las cuales incluyen políticas domésticas e iniciativas de política exterior. La obtención de la mayoría de curules en el Senado y el haber mantenido una mayoría, si bien pequeña, en la Cámara de Representantes, facilitará las iniciativas legislativas necesarias para la transformación de sus promesas en realidades.
Una de las promesas de Trump con el mayor potencial de tener efectos significativos, potencialmente negativos es la imposición de aranceles aduaneros a los productos importados a los Estados Unidos. Si bien el mandatario electo ha dado porcentajes distintos en diversas ocasiones, ha prometido en su momento un arancel del 10% a todos los productos, independientemente de su origen, y ha sido más concreto respecto de los aranceles a sus tres principales socios comerciales, México, Canadá y China, a los cuales propuso imponer aranceles de 25% por, en opinión de Trump, no colaborar con los Estados Unidos en el combate a la inmigración ilegal. Asimismo, planteó un arancel adicional de 10% a China, por no hacer lo suficiente por combatir el tráfico de fentanilo, un poderoso opiáceo que está causando gran adicción y numerosas muertes en los Estados Unidos. El gobierno de Xi Jinping recientemente reaccionó a los aranceles impuestos por el gobierno de Joe Biden a productos chinos con restricciones a la exportación de minerales críticos, necesarios para la elaboración de productos de alta tecnología y la fabricación de armas avanzadas, siendo China el mayor productor de dichos minerales a nivel mundial. Todo indica que el gobierno de Beijing no se quedará de brazos cruzados si Trump inicia la ofensiva con los aranceles a sus productos de exportación.
El nuevo mandatario ha prometido también lo que él denomina la mayor operación de deportación en la historia de los Estados Unidos, si bien en su primer gobierno la cifra de deportaciones fue similar o incluso menor que la de los gobiernos de Biden, Obama y George W. Bush. Ya el propio “Zar de la Frontera” designado por Trump, Tom Homan, ha aclarado que no existen actualmente los recursos financieros y humanos para deportar a los 11 millones de indocumentados que Trump prometió enviar de vuelta a sus respectivos países, por lo que se deberá conseguir una ampliación presupuestaria para el Servicio de Inmigración y Aduanas estadounidense.
Trump prometió asimismo una sustancial reducción de impuestos, tanto para las corporaciones como para personas. Durante su primer mandato, se aprobó la Ley “Tax and Jobs” (Ley de Impuestos y Empleo), la cual erosionó la base de ingresos del gobierno federal, al conceder una significativa reducción de impuestos federales. El plan de bajar aún más las tasas de impuestos supondría un daño aún mayor a la base de ingresos, añadiendo unos 400.000 millones de dólares por año al ya abultado déficit fiscal del gobierno federal. El equipo de Trump ha planteado que los aranceles aduaneros compensarían la pérdida de ingresos por la reducción de impuestos, pero no hay garantías de que ello se cumpla, ya que es probable que los aranceles provoquen una disminución del consumo de los bienes afectados debido a su mayor precio, echando por tierra la posibilidad de compensar por los impuestos reducidos.
Al margen del argumento basado en aranceles, Trump plantea que Departamento de Eficiencia del Gobierno (DOGE, por sus siglas en inglés), cerca ya de su creación y que sería liderado por Elon Musk, la persona más rica del mundo, ahorraría unos dos millones de millones de dólares en gastos, aproximadamente un 33% de todo el gasto del gobierno federal. Sin embargo, este ambicioso proyecto choca con una dura realidad: La mayor parte de los seis millones de millones de dólares del presupuesto federal se compone de gastos que no pueden ser reducidos, como el pago por los intereses de la deuda del gobierno federal. Asimismo, otros programas, como la Seguridad Social, así como los programas Medicare y Medicaid (atención médica para personas mayores y de bajos recursos, respectivamente), la atención y asistencia a veteranos de guerra, las ayudas a familias de escasos recursos, entre otros, implicarían un costo político impagable para Trump y su partido, ya que afectaría en gran medida a las personas que los votaron.
En resumen, 61% del presupuesto federal comporta gastos obligatorios, 13% lo representan los gastos por pago de intereses de la deuda federal, y solamente el 26% lo componen los gastos discrecionales. Sin embargo, incluso en estos últimos, se incluye al presupuesto de defensa de los Estados Unidos, por cerca de 800.000 millones de dólares (aproximadamente el 13% del presupuesto federal), y sobre el cual existe un consenso bipartidista de no solo no reducir el gasto, sino de aumentarlo, con el objetivo de contener a sus principales adversarios en la arena política internacional, la República Popular China y Rusia.
Por este motivo, Trump ha solicitado a los congresistas de su partido que se elimine el techo de la deuda federal (el monto máximo por el cual puede endeudarse el gobierno federal, y que es revisado cada vez que la deuda federal se acerca a dicho techo), pero los republicanos más conservadores se negaron a apoyar la iniciativa, dando una muestra de lo que le podría ocurrir a la gobernabilidad de la Administración Trump si se aleja demasiado de los cánones conservadores del Partido Republicano. Precisamente por esta razón, Trump plantea ahora una ley que incluya todas sus principales promesas de campaña, incluyendo la extensión de los recortes de impuestos de 2017, que están próximos a expirar. Posiblemente intuye que un conflicto al interior de las bancadas del Partido Republicano pueda significar la imposibilidad de lograr la aprobación de sus propuestas, y quiere asegurarse de que la dinámica política del Congreso, que vuelve a tener elecciones en dos años, no afecte sus planes.
En lo que atañe a la política internacional, Trump deberá lidiar con los conflictos en Medio Oriente y con la guerra entre Rusia y Ucrania, ambos muy complejos pero que presentan oportunidades para consolidar la imagen de estadista que desea proyectar Trump. En el caso de Medio Oriente, queda por confirmar si finalmente el gabinete del gobierno isrealí aprueba el alto al fuego con Hamás, y se dan las etapas necesarias para un cese al fuego definitivo. El mayor problema radicará, posiblemente, en que Hamás seguirá controlando la Franja de Gaza, lo cual implicará conflictos potenciales en el futuro. Si no hay presión para que Hamás permita elecciones libres en Gaza, las bases para nuevos enfrentamientos estarán siempre presentes. Al margen del cese al fuego y del intercambio de rehenes israelíes por prisioneros palestinos, queda el desafío de la reconstrucción de Gaza, que ha sufrido una destrucción material devastadora. Gobiernos como el de Qatar y Emiratos Árabes Unidos poseen los fondos y, en principio, la voluntad de financiar la reconstrucción, pero es probable que el gobierno de Trump deba liderar el proceso de negociaciones para que la misma se materialice.
Oriente Medio presenta otro desafío importante para Trump: El programa nuclear de Irán. Luego de la salida de Estados Unidos durante el primer gobierno de Trump del Acuerdo 5+1, que establecía las bases para limitar el programa de Irán a usos civiles, Teherán ha acelerado el proceso de enriquecimiento de uranio, y análisis de expertos estiman que Irán está a pocas semanas o meses de tener material para producir un arma nuclear. Trump tiene básicamente dos opciones.
La primera radica en un ataque masivo a las instalaciones nucleares iraníes, dado que Israel, el principal aliado de Estados Unidos en la región (y potencia nuclear no declarada) ya ha dejado en claro que no permitirá a Teherán la posesión de armamento nuclear. La segunda es intentar un proceso de diálogo que conlleve la entrega del uranio altamente enriquecido de Irán a cambio de permitirle el uso civil de la energía atómica, evitando así una guerra de consecuencias impredecibles en una región altamente inestable y donde se produce casi un tercio del petróleo a nivel mundial.
Finalmente, Trump deberá lidiar con el conflicto entre Rusia y Ucrania, en el cual, más allá de sus declaraciones de que arreglaría el conflicto en 24 horas, no hay soluciones sencillas. El General (r) Keith Kellogg, enviado especial de Trump para lidiar con este conflicto, ha advertido de las complejidades para llegar a lo que en Teoría de las Negociaciones se denomina Zona de Posible Acuerdo. En primer lugar, está la ocupación de territorio ucraniano por parte de las fuerzas armadas rusas. Ucrania, como es lógico, se negará a perder territorio. Rusia, por su lado, que históricamente ha considerado a Ucrania parte de su esfera de influencia, así como un estado tapón en caso de un conflicto con potencias de Europa Occidental (dada la preeminencia de la Organización del Atlántico Norte-OTAN, esto incluye a Estados Unidos). Es muy posible que el General Kellogg deba mediar para establecer un compromiso de que Ucrania no forme parte de la OTAN por un determinado periodo de tiempo, y quizá Rusia pretenda exigir lo mismo del proceso de entrada de Ucrania a la Unión Europea, que comenzó el 28 de febrero de 2022. Por su parte, Ucrania posiblemente requerirá que Estados Unidos garantice su soberanía territorial y se comprometa a seguir apoyando a las fuerzas armadas ucranianas.
Incluso antes de juramentarse como presidente este 20 de enero, Trump ya está lidiando con numerosos desafíos domésticos y externos, desde el financiamiento de sus políticas hasta decisiones estatégicas en política exterior.
El mundo está ad portas de observar y evaluar si su desempeño está a la altura de sus promesas.