15 ene. 2025

Tupãsy

Un día después de la peregrinación nacional al Santuario de Caacupé que se realizó ayer, 8 de diciembre, Fiesta de la Inmaculada, rescato una de las pocas joyas culturales genuinas que resisten el paso del tiempo, los embates ideológicos y las deformaciones posmodernas, que es la peregrinación del pueblo sencillo y creyente hacia el cerro de Caacupé. Desde el inicio de la novena se multiplican las expresiones de fe camino a la Villa Serrana y ahora se viene la octava para los miles de vecinos de las compañías cercanas.

No ha de ser casualidad que la celebración se encuentra casi entrelazada con la Fiesta de la Encarnación de Dios en un pesebre.

Solo una mirada contemplativa nos permite despojarnos del engreimiento racionalista y de las modas supersticiosas para disfrutar del karaku de lo vivenciado en ambos fenómenos totalmente compenetrados de la antropología cristiana, donde cada dimensión –física, síquica, social y espiritual– de la persona se conjugan en aquel “imago Dei” que resplandece en cada hombre en este mundo apu’a.

Imago Dei que no es “simple vestigio del Creador”, sino ser dotado de inteligencia, voluntad y libertad, como proclamaría Francisco De Vitoria en su defensa de los indígenas americanos ya en el siglo XVI, adelantándose siglos a la proclamación universal de los derechos humanos. Ya la traducción del término bautismo al guaraní (mongarai, hacerse hombres) da pistas de lo que la gran comunidad de los ciudadanos de a pie, lejos de las pompas autosuficientes del poder de turno, vivencia y manifiesta a su manera en cada peregrinación. Solo la libertad de los pequeños y su realista aceptación de nuestra condición existencial de fragilidad y necesidad de trascendencia hace posible sostener en el tiempo el gesto que se repite de generación en generación, y se estampa en los peregrinantes de diversa condición, sedientos de ese “yvy marane’ÿ” (tierra sin mal) de sus antepasados y puestos en movimiento con esperanza inquebrantable. Con su estilo particular los karai y kuñakarai marchan hacia la casa de aquella Tupãsy, que es Madre de los paraguayos.

Y no creo que alguno vaya porque ya es muy santo, o porque “la basílica es grande” o porque la prédica sea “católica” o porque la “imagen” modernizada de la escultura de María le genera más espiritualidad que otras… Quien quiere rebuscarse en los discursos políticos de turno la razón de esta esperanza compartida que moviliza a todo un pueblo, también se equivoca demasiado.

Quizás solo quedan el poeta y el idioma guaraní como vías más adecuadas para desentrañar parte del misterio escondido con este ropaje popular. Y para ello tal vez convenga degustar con calma aquel poema grandioso de Félix Fernández al que Diosnel Chase le puso música para dejar grabado su significado profundo en el corazón del pueblo que se siente mirado y verdaderamente entendido y atendido por su Madre, a la vez poderosa y tierna, de Caacupé. “Eñantende cherehe porque nde avei ko sy. Erekóva ne memby omanóva kurusúre”.

Sí, es poderosa la mirada pura de una madre y su añua, su mborayhu. No es el aichenjáranga de los terapeutas o sociólogos del siglo XXI, que se acerca más al desprecio que a la empatía, sino el poriahuguereko (la compasión) que sienten el y la “pynandi” que se acercan desde su “vallemi” a desahogar sus penas, cantar, rogar y agradecer. En este poema no falta la alusión a la “Patria paraguaya” a la que hay que servir y defender, completando así la bella estampa de la fe vivida en comunidad. En el fondo este significativo gesto despierta el techaga’u, la añoranza de una mayor autenticidad de vida con valores comunes. Vale la pena.

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