El 6 de enero pasado, a los 76 años, falleció el escritor argentino Ricardo Piglia. Murió en Buenos Aires, un par de semanas después de que se publicara en España el tercer y definitivo volumen de sus memorias: Los diarios de Emilio Renzi, una especie de testamento literario y existencial. Acabo de terminar de leer dicho volumen, titulado Un día en la vida (1976 - 1982), así como los dos anteriores se llaman Los años de formación (1957- 1967), y Los años felices (1968-1975).
En mi caso, aprendí mucho de literatura en sus libros, tanto en los cuentos como en las novelas. Aun así, tal vez el mejor Piglia esté en sus ensayos. Me identifiqué bastante con esos textos de escritor nacido en Adrogué. En ellos reflexiona sobre el arte de la ficción, dentro y fuera de ella. Son textos llenos de una subjetividad autobiográfica no muy común en castellano, a pesar de que Borges inauguró esa variante del género en nuestro idioma. Ese territorio personal hacía que no siempre tuviera la razón. Pero jamás su pluma estuvo exenta de una elegancia expositiva, al mismo tiempo hecha de artificio y de claridad; y de cuya orfandad adolecen otros textos ensayísticos de escritores de generaciones más recientes, muy poco habituados a las relaciones entre la abstracción y lo concreto (y mucho menos a la costumbre, cara a Michel de Montaigne, de la elegancia en los ensayos).
Todavía tengo tatuada en la memoria la imagen del cadáver de Roberto Arlt suspendido en la soledad de las alturas de un edificio de Buenos Aires, insoportablemente gordo como para bajar por las escaleras; por lo que hasta el final (como en su literatura, nos dice Piglia) debió tomar el atajo aventurero de una ciudad infinita que conocía como pocos. O aquella breve alusión a la locura de la hija de James Joyce, Lucía, a la que el dublinés seguía hablando como la persona más cuerda del mundo. O el encuentro ficcional entre Kafka y Hitler en un café bohemio de Praga. O la presencia tutelar de Gombrowicz en su obra.
Renzi, su alter ego, recibió los embates de la realidad por él. Fue, de hecho, su gran cobertor y el centro de su mundo ficcional. Ricardo Piglia era Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Esa literatura sobre la literatura que es una parte importante de su obra (más barriobajera que la de un Enrique Vila-Matas, por citar un ejemplo posmoderno), no creo que abandone más mi memoria.
En esos diarios, Piglia recuerda varias veces a Augusto Roa Bastos, quien en 1993 lo mencionó halagüeñamente en su novela El fiscal. No es tan halagüeña la imagen que da hacia 1975. En una de las entradas escribe: “Está solo, enfermo y sin plata”: En otra: “...tomó anfetaminas durante seis meses hasta terminar Yo el Supremo (y ganarse un infarto)”.
Hace unos años abordé a Piglia en la Feria del Libro de Buenos Aires para entrevistarlo. Acababa de presentar textos inéditos de Arlt. Me miró sin mirarme, como si no pudiera enfocar, como si no fuera capaz de realizar la sinapsis neuronal necesaria. Tal vez el episodio ya era parte de la enfermedad degenerativa que lo llevaría a la tumba. Me dijo que estaba apurado y me dio la dirección de su correo electrónico en la Universidad de Princeton. Y se fue a duras penas del brazo de alguien. Le escribí unos días después. Nunca contestó mis preguntas.
El título de canción beatle del tercer volumen es precioso. Un diario es un día en la vida, pero también la vida cabe en todos los días de un diario.