11 abr. 2025

Un gran disertante

Me dicen que quienes asistieron a la presentación del presidente Santiago Peña en España quedaron encantados con él, que aquellos privilegiados que lo escucharon en la feria mundial de la telefonía móvil salieron convencidos de que Paraguay va camino a convertirse en un centro tecnológico regional, con un parque de datos y un distrito tecnológico verde. Sería fantástico que nuestro joven mandatario utilizara algún tiempo libre para contarnos también a nosotros de qué trata la cosa… y explicarnos de paso cómo es que pasaremos de las escuelas en ruinas, del subsuelo de los rankings en educación, de las universidades de garaje, de los títulos truchos y de los ministros homofóbicos a esa Silicon Valley sudamericana.
Seguramente esto debe ser un incordio para nuestro presidente. Está claro que prefiere compartir tantas ideas fabulosas con académicos del MIT, empresarios saudíes o la joven monarquía española. Es insufrible arribar a la patria con estos planes revolucionarios y tropezar con las preguntas incómodas de siempre sobre cuestiones debatidas hasta el hartazgo: que las reguladas de los colectivos, que la inseguridad, que las escuelas sin techo, que la expulsión inconstitucional de la senadora, que el ministro y su discurso homofóbico…

Ese no es el país que Peña quiere gobernar. Ya lo dijo tantas veces, pero los eternos roedores de los mármoles patrios no lo entienden. Si la jauría cartista del Senado viola su propio reglamento interno y hace pito catalán del derecho a la defensa, provocando la reacción de organizaciones civiles y empresariales, embajadores extranjeros y líderes de la Iglesia no es su problema. Son kilombos políticos internos, ¿por qué debería involucrarse el presidente? ¿Y qué si pone en duda el Estado de derecho? ¿Acaso eso empaña sus asépticas e impecables disertaciones internacionales?

Cuán irritante debió resultar para nuestro moderno jefe de Estado que, justo cuando él dibujaba en el imaginario colectivo de esa platea soñada en Barcelona una comunidad de genios tecnológicos construyendo el mundo del futuro en un parque ecológico paraguayo interconectado digitalmente con todo el planeta, los burócratas de la dirección de estadísticas local recordaran que la deserción escolar tira para abajo el promedio de años de escolaridad de manera dramática. En consecuencia, Peña debe montar su Silicon Valley con una población urbana que estudió solo diez años y una rural de menos de ocho. Un capital humano que ni siquiera concluyó la secundaria. Ni hablar de la calidad de la educación que recibieron. Nueve de cada diez no entienden lo que leen y son incapaces de resolver un problema básico de Matemáticas. En las antípodas de Steve Jobs y Bill Gates.

Para colmo, en esos mismos días al ministro de Agricultura, Carlos Giménez, se le escapó alguna fobia significativa en plena apertura de una escuela agrícola, advirtiendo que no permitiría ni una sola persona con tendencia homosexual en la institución. Ante su anuncio claro de violar la Constitución –que prohíbe cualquier forma de discriminación– se armó tal revuelo que la vocería de Peña se vio obligada a aclarar que el Gobierno no compartía el exabrupto ni permitiría discriminaciones, aunque el ministro y sus llamativas pasiones podrían permanecer en el cargo.

Ocurre que si lo echa, el hombre no va a terapia, sino al Senado, donde recuperaría su banca dejando afuera a la prole inútil del consejero mayor de quien se encarga realmente del Gobierno, mientras Peña desarrolla su talento como disertante internacional.

Es un dilema complejo. Si quisiera ser coherente con su discurso internacional, tendría que remover cualquier figura prediluviana del Gabinete, lo que más tarde o más temprano lo llevaría a romper relaciones con el accionista mayoritario de su presidencia y presidente in pectore, obligándolo a él a ejercer realmente el poder con todo el engorre y las complicaciones que ello supone.

Definitivamente, no es lo que le prometieron.

Igual, por mi parte, seguiré esperando cándidamente a que el gran disertante se decida a gobernar. Apenas pasaron seis meses. Y sí, a veces, la ingenuidad es necesaria para mantener la cordura.

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