12 abr. 2025

Un hombre honesto

Arnaldo Alegre

Diógenes sudaba con los 36 grados a la sombra. No había océano ni bahía ubérrima para paliar al estío tremebundo de la desesperada isla, bañada solamente por el mar de la desdicha, en la que cayó. Todo era muy distinto a Grecia.

Vagaba por El Paraguayo Independiente con su lámpara encendida en pleno día en su búsqueda eterna del verdadero hombre: el honesto.

Cuando percibió en un edificio de formas desaliñadas –muy diferente al Templo de Afrodita (en verdad había muchas diosas, pero la mentada Afrodita no era muy conocida, ni siquiera el nombre del parlamentario que la trajo se sabía)–, la voz de una persona que se declaraba honesta.

Entró a prisa al Congreso. “Soy Diógenes”, dijo al guardia, quien al parecer no conocía muy bien al ministro de Defensa, y como no tenía ganas de pasar un lindo fin de semana de noviembre en la celda de castigo por no reconocer a un secretario de Estado, lo dejó pasar sin mayores averiguaciones protocolares incómodas.

Los funcionarios miraban en su rauda marcha y tampoco atinaron a reaccionar. Por la toga blanca y un cierto aspecto de deschavetado, creían que era alguien del Pueblo de Dios, y como la coyuntura política es muy cambiante en época electoral, nunca se sabe quién puede ser eventualmente tu futuro jefe. Por eso lo dejaron tranquilo.

Entró al hemiciclo del Senado. Galaverna quiso agasajarlo al reconocerlo y le saltó un zalamero: “Hermano”.

Diógenes lo miró de soslayo y respondió en un griego con reminiscencias guaraníticas: “Araka”.

–Yo soy un perro –prosiguió– y ¿ustedes?

–Ndo faltái jagua carrera hápe –soltó un gracioso.

Diógenes siguió impertérrito: –Yo soy perro y por eso me volví cínico. Ustedes lo hicieron al revés.

–Guardias –gritó uno que empezaba a enfurecerse–.

–Eres tan débil que no puedes defenderte solo.

Ni corta ni perezosa, Desirée, que para el guarará estaba mandada a hacer, gritó: –Dejen que hable. Con cada profesional loco que pasó por acá qué mal nos hace escuchar ahora a un filósofo loco.

–¿Quién dijo que es un hombre honesto?

–Yo. –habló González Daher mientras se acomodaba por enésima vez la pelambre–.

–No eres honesto con tu cabello, menos lo serás con tus acciones o tus palabras.

El hemicilo explotó.

“Hombres a mí", desafió Diógenes. Viendo que sorprendentemente tan altas autoridades le hacían caso por primera vez en su vida, sentenció: “Hombres, he dicho, no basura”. Y escapó apenas.