Tras el cierre de las sesiones informativas, donde la Comisión Bicameral de Presupuesto del Congreso recibe en audiencia a casi todas las autoridades públicas, el proyecto de ley que establecerá el plan de gastos públicos del año que viene entró en la etapa de las sesiones deliberativas.
Durante estas sesiones deliberativas, los diputados y senadores que conforman dicha Comisión Bicameral analizan los gastos de cada institución de forma minuciosa. Generalmente, lo que hacen es comparar el proyecto enviado por el Ejecutivo y los ya tradicionales pedidos de ampliación que hacen luego las autoridades por encima del proyecto inicial. Posteriormente a esto, elaboran un dictamen que es enviado a ambas Cámaras, dictamen que, casi siempre, es la guía para la sanción del proyecto de ley.
Este año, sin embargo, presenta complejidades no habituales.
Además de ser un año de elecciones internas, periodo en el cual los legisladores suelen meter mano de acuerdo con sus prioridades circunstanciales, las finanzas públicas vienen de años bastante duros.
Tras un 2019 con una fuerte desaceleración, se vinieron un 2020 y un 2021 marcados por la pandemia, a lo que sumó este 2022 de sequía y elevadísima inflación. Esto, como ya es de público conocimiento, requirió un esfuerzo fiscal muy importante que hizo que el déficit y el endeudamiento alcancen techos históricos, por encima de cualquier proyección pesimista.
Por si eso fuera poco, estamos siendo testigos de cómo el Congreso está ignorando las súplicas del Ministerio de Hacienda, analistas económicos y gremios del sector privado. Sin ruborizarse y sin peso de conciencia, los parlamentarios están dando luz verde a numerosos proyectos de ley que lejos de velar por la salud financiera del Estado, por el contrario, están hundiendo cada vez más el barco.
Desde aumentos salariales y ampliaciones para gratificaciones, hasta creaciones de cargo e indemnizaciones multimillonarias fueron sancionados por el Legislativo en menos de dos meses. Solamente la indemnización a ex obreros de Itaipú, recientemente vetada, significa unos USD 900 millones para el Estado paraguayo.
En medio de todo esto, las deliberaciones del PGN 2023 se realizan con fuertes presiones de un plantel público formado a lo largo de los años con base en la prebenda y el desprecio a la eficiencia, con contadas excepciones; más aún, en estos tiempos electivos.
Así, los parlamentarios se encuentran en una encrucijada, más que nada, y, sobre todo, moral.
Por un lado, aprobar un presupuesto equilibrado y razonable con la estimación de ingresos y gastos garantiza al menos un 2023 con unas finanzas públicas en orden y en cumplimiento a la convergencia fiscal. Esto, a su vez, pronostica el resguardo de la solidez macroeconómica de la que tanto se ha hablado en los últimos años.
Por otro lado, puede salir del Congreso un presupuesto desbordado en cuanto a la estimación de ingresos y gastos. Esto no hará otra cosa que aumentar la presión a un Tesoro ya sin margen de maniobra, postergar inversiones y extensiones de programas sociales, dilatar el regreso del déficit al límite del 1,5, y en el peor de los casos, generar falsas expectativas en programas, proyectos o planes que finalmente no tendrán financiamiento el próximo año, con todo el impacto que esto trae no solo para la economía, sino para el país.
Esperemos que los legisladores actúen con sensatez, porque al igual que el déficit y el endeudamiento, el malhumor social está tocando techos históricos. El Presupuesto del Estado debe ser un instrumento que genere confianza y persiga el bienestar de la gente. Sin estos dos ejes, solamente será una herramienta que siga acrecentando las enormes desigualdades.