20 oct. 2024

Un Nobel para las instituciones

El 8 de setiembre, en mi artículo “Instituciones y grado de inversión”, compartí la charla que mantuve hace tiempo con un colega para quien las instituciones inglesas favorecieron el progreso de Nueva Zelanda. El 6 de octubre, en “Estado de derecho y prosperidad”, volví a la misma idea para indicar que los países libres y prósperos se yerguen sobre la solidez de ciertas instituciones, esencialmente el Estado de derecho, cuya fragilidad o ausencia nos ha demorado a otros en el camino al desarrollo. El 14 de octubre, la Real Academia de las Ciencias de Suecia anunció a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson como ganadores del Premio Nobel de Economía 2024 “por sus estudios acerca de cómo se forman las instituciones y cómo afectan a la prosperidad”.

Según la Academia Sueca, hoy el 20% de los países más prósperos son 30 veces más ricos que el 20% de los países más pobres, en una tendencia de raíces pretéritas que ha persistido durante los últimos 75 años. (Comité para el Premio de Ciencias Económicas en Memoria de Alfred Nobel. [2024]. Antecedentes científicos. Estocolmo). Acemoglu, Johnson y Robinson encuentran esas raíces en el proceso colonizador europeo que instaló distintos tipos de instituciones políticas y económicas según el interés de los colonos en asentarse y prosperar en el lugar o sencillamente enriquecerse sin mayor planificación ni visión de futuro.

Los europeos habrían adoptado uno u otro modelo de la disyuntiva en función de factores como la cantidad de población nativa, de colonos y la severidad de las enfermedades. Tendieron a establecerse con vocación permanente e instalar instituciones que prometían beneficios a largo plazo en lugares con mayor presencia europea y menor riesgo de enfermedades, mientras en lugares que les resultaron hostiles implantaron otras para asegurar dominancia sobre los nativos y la extracción intensiva de recursos. Con el tiempo, las primeras se convirtieron en las instituciones inclusivas tanto políticas (Estado de derecho y democracia) como económicas (propiedad privada) que hoy prevalecen en los países prósperos, en tanto las segundas son las instituciones extractivas, diseñadas para concentrar poder y riquezas en minorías empotradas en el vértice de la pirámide social de los países pobres.

En el ensayo de ciencia popular publicado con el anuncio del galardón, la Academia Sueca refiere Una historia de dos ciudades —parafraseando el título de la novela de Dickens— con un ejemplo de la línea de investigación Acemoglu, Johnson y Robinson. Se trata de Nogales, Arizona y Nogales, Sonora, ubicadas frente a frente en los límites sur de los Estados Unidos y norte de México, respectivamente. En Nogales, Arizona, hay elecciones libres y se respeta la propiedad privada, la expectativa de vida y los niveles de educación e ingresos son relativamente altos. En Nogales, Sonora, los habitantes son menos afortunados, no hay garantías para la inversión, campean la corrupción y la criminalidad. El contraste que no puede explicarse por la geografía, pues las ciudades colindan, obedece a las sólidas instituciones del modelo estadounidense versus las relativamente frágiles, de origen extractivo, que han proliferado y persisten en Latinoamérica.

Quien conoce la historia paraguaya, incluso muy superficialmente, sabe que los españoles perdieron interés en nuestro país en los albores de la Colonia por la ausencia de metales y piedras preciosas. La mediterraneidad también excluía el prospecto portuario de Buenos Aires o Montevideo. Pronto en Paraguay comenzó a trabajarse la tierra mediante un sistema de encomiendas que es acaso el mejor ejemplo de una institución extractiva. En gran parte de la historia política colonial e independiente predominaron los modelos autoritarios, y desde la Constitución de 1992 en adelante, los esfuerzos por afianzar el Estado de derecho no han rendido el resultado esperado.

El trabajo de los laureados brinda nuevos elementos para comprender las causas profundas de nuestro menor desarrollo relativo. Es accesible a través de libros de gran popularidad como ¿Por qué fracasan los países?, de Acemoglu con Robinson (2012), y Poder y progreso, del primero con Johnson (2023). También ratifica, con rigor científico, intuición y líneas de trabajo académico que rastrean el progreso material de países industrializados como los Estados Unidos hasta las Trece Colonias, contrastándolo con las peripecias de países emergentes, frágiles y conflictivos. Pero a mi juicio, más importante aún por su valor práctico es la descripción de los procesos de cambio violentos y pacíficos por los cuales una sociedad reemplaza instituciones extractivas por inclusivas.

En las sociedades extractivas, cuando los ciudadanos demandan cambios estructurales, pero desconfían de la capacidad o la determinación de las autoridades para ejecutarlos, eventualmente estas ceden a la presión mayoritaria de aquellos como ha sucedido durante la democratización latinoamericana. Sin esta evidencia, parecería que el origen extractivo es un determinismo u obstáculo insalvable para ciertas sociedades, cuando en realidad la opción por instituciones inclusivas es posible.

Y no se trata solamente de optar por ciertas instituciones e implantarlas en constituciones y leyes, sino de comprenderlas en su real dimensión para garantizar su efectividad. Melanesia no corrió la suerte de Nueva Zelanda, pese a que también allí se trasplantaron instituciones inglesas. Francis Fukuyama presenta los casos de Papúa Nueva Guinea y las Islas Salomón, independizadas en la década de 1970 de Australia y Reino Unido, respectivamente. Ambas adoptaron parlamentos al estilo de Westminster, pero el pueblo continuó eligiendo a sus caciques u hombres fuertes, quienes bajo el nuevo título de parlamentarios repitieron la antigua práctica de pujar por recursos para sus colectividades o tribus, aisladamente, sin una visión de conjunto o un plan de desarrollo a largo plazo (Fukuyama, F. [2011]. The Origins of Political Order. From Prehuman Times to the French Revolution. Farrar, Straus & Giroux). Medio siglo después, ambos continúan siendo países pobres, desiguales y violentos, pese a la riqueza cultural y abundancia de recursos naturales que el papa Francisco exaltó en su visita a Papúa Nueva Guinea el mes pasado.

En Paraguay, quinientos años de historia y presente confirman las hipótesis de los laureados. Ciertamente, nuestro país se ha erigido sobre instituciones coloniales extractivas que sobrevivieron en la fase independiente con efectos hasta ahora perceptibles. Luego, optamos por un modelo más inclusivo, fundado en la igualdad ante la ley y el respeto de las personas y sus derechos, el cual ha generado estabilidad e incrementado los niveles de ingreso y producción al tiempo de reducir los de pobreza. Pero ante resultados que continúan siendo insatisfactorios, subsiste la pregunta de si seremos capaces de consolidar las todavía frágiles instituciones inclusivas formalmente instaladas en la Constitución.

La conciencia social juega un papel determinante en esta tarea. ¿Cuánto valor asignamos a los conceptos de Estado de derecho, seguridad jurídica, propiedad privada e igualdad de oportunidades?, ¿exigimos y auditamos planes y políticas gubernamentales en favor de la calidad de vida?, ¿comprendemos la dinámica de vivir en libertad y la obligación de atenernos a reglas de juego generales y conocidas de antemano?

Las conclusiones de los laureados sirven para renovar esa conciencia social e instrumentarla mediante un enfoque estratégico, basado en los beneficios comprobados de las instituciones inclusivas. En un conversatorio celebrado la semana pasada, una representante de Standard & Poor’s sugirió que Paraguay debería trasladar el fortalecimiento de la gobernanza económica a otras instituciones, sin descuidar la primera, y convencer a los inversionistas de que las leyes se cumplen. Este es el mensaje conteste de las calificadoras. Pero los beneficios de las instituciones inclusivas —políticas y económicas— trascienden el aspecto reputacional y la propia captación de inversiones, pues cambian el modelo de sociedad. Entre las políticas, el Estado de derecho garantiza democracia, igualdad ante la ley, justicia y previsibilidad; las económicas, alientan la iniciativa privada. Como factor de equilibrio, en las sociedades libres y prósperas, la autoridad promueve políticas públicas y servicios básicos universales (educación, salud, seguridad física, jurídica y social), resolución de cuellos de botella y fallas de mercado que enervan la libre concurrencia. En una palabra, la apuesta a la institucionalidad no es solo rentable en términos de atracción de inversiones, sino de equidad.

Acemoglu, Johnson y Robinson recibieron el Nobel en Economía, pero sus estudios desbordan esta ciencia. Las instituciones inclusivas son políticas y económicas porque el progreso material no se estabiliza ni se distribuye en modo eficiente sin buenas instituciones políticas. Jan Teorell, miembro del comité de premiación, al ser abordado en entrevista inmediatamente tras el anuncio, valoró el de nexo entre progreso y democracia confirmado en las investigaciones. Para rentabilizar los beneficios de la estabilidad, las reformas y el mejor desempeño económico en términos de prosperidad compartida, es necesario que afiancemos la democracia, el Estado de derecho y el nuevo contrato social de 1992.

La tesis de los laureados aporta nueva evidencia en este sentido. Manos a la obra.

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