Es imposible pensar que a alguien se le ocurra financiar aumentos salariales indiscriminados con el recorte de fondos públicos orientados a medicamentos, a servicios básicos (luz y agua) y a abaratar el costo del pasaje, hasta que los integrantes de la Cámara Baja, con contadas excepciones, nuevamente priorizaron el insaciable hambre electoral y dejaron de lado las verdaderas necesidades de la gente.
Los diputados, evidentemente, siguen sin entender su rol dentro de la democracia. Ser representantes del pueblo no significa votar por proyectos de leyes, expropiaciones o pensiones graciables; significa velar por los intereses de la mayoría y ser un verdadero contrapeso del poder que persigue una sedienta élite.
En tiempos de crisis económica e incertidumbre con respecto al año próximo, elevar la rigidez del plan de gastos mediante reajustes generales, en desmedro de la inversión, arriesga la recuperación que anhelan todos los agentes económicos y se convierte en un nuevo premio a la mediocridad. Es en este segundo punto donde debemos hacer una profunda reflexión.
El Estado es una máquina de servicios deficientes, pero no solo por la corrupción de ministros o secretarios de Estado, sino también por el clientelismo que ha venido en franco crecimiento de la mano de la clase política, crecimiento que ni siquiera se ha visto afectado por la desaceleración de ingresos o los continuos déficits fiscales de los últimos ejercicios.
En los últimos años se han aprobado numerosos aumentos salariales generalizados, con mucho sabor a prebendarismo y con poco a merecimientos. La Ley de la Función Pública establece claramente que la promoción del funcionario se hará solamente previo concurso de oposición; mientras que la Ley de Responsabilidad Fiscal estipula que en caso de haber reajustes, los mismos no pueden ser en mayor porcentaje que el aumento del sueldo mínimo en el sector privado.
Ambas normativas han sido sistemáticamente violadas por el Congreso para dar aumentos indiscriminados, beneficiando por igual a los que se rompen el lomo trabajando, a operadores políticos e incluso a planilleros. La convicción de que el mérito es el requisito para ascensos o mejoras salariales, directamente es desechada en Paraguay y más aún en tiempos de elecciones.
Los números hablan por sí solos: solamente los sueldos se llevaron el 69% de la recaudación tributaria en el 2017, indicador que trepó al 71% en 2018 y se espera que este año cierre en el orden del 74%. Sin embargo, si prospera la versión Diputados del Presupuesto 2020, los salarios se terminarán llevando el 78% de lo que ingresa por el cobro de impuestos, es decir, podría darse un crecimiento de casi 10 puntos porcentuales en apenas 4 años. Todo esto, recordando que en 2017 hubo elecciones internas, en 2018 las generales y en 2020 se vienen las municipales.
Evidentemente, no hay Estado que aguante esta clase de rigidez y es imperante una reforma no solo en el gasto, sino también en lo que refiere a facultades con respecto al Presupuesto público. De nada sirve que el Ejecutivo trabaje en transformaciones en el acceso a la función pública, en transparencia en las contrataciones que realiza el Estado o en disminución de rubros superfluos si el Parlamento termina por tirar todo a la borda inflando cada año el plan de gastos y la rigidez presupuestaria, con la vista puesta solamente en mantenerse en los espacios de poder.
Tras las últimas manifestaciones ciudadanas en la región, se ha venido discutiendo bastante los efectos que puede traer consigo la desigualdad originada por una política pensada desde una visión sesgada y alejada de la realidad de la gran mayoría. Esperemos que el Senado, que ahora trata el PGN 2020, haya tomado nota.