La crisis de nuestra república no es accidental; es la erosión de principios, una corrupción no sólo material, sino también intelectual y moral. Y sobre todo humana. Tres males acorralan al sistema político: corrupción sistémica, que destruye la confianza; crisis de gobernabilidad, que vuelve inerte la administración del poder; y ruptura del diálogo ciudadano, que impide renovar el pacto social.
Che cargo pe ma pea
El “conversatorio” en WhatsApp del extinto diputado Lalo Gomes revela de manera inquietante el tráfico de influencias y la manipulación encubierta de las instituciones democráticas. La corrupción sistémica. Frases como “deja a mi cargo”, “a las órdenes” y “ya le hablé al comandante”, denotan un grupo que, con descarada prepotencia, intenta circunvalar la Constitución y socavar los principios de igualdad de oportunidades. Este solapado intercambio de favores se erige como una burla al ideal republicano de independencia de poderes, evidenciando la fusión tóxica entre poder y dinero, ingredientes que alimentan la corrupción y minan la confianza ciudadana.
La corrupción, entendida como el abuso del poder para fines personales o partidistas, genera un entorno propicio para que prosperen redes criminales y se debilite la integridad del sistema. Ante esta erosión institucional, los ciudadanos pierden la fe en el sistema político y perciben a sus representantes como ajenos a sus intereses. Así, la democracia se ve deslegitimada, reducida a un escenario de inoperancia y desconfianza generalizada.
Crisis de gobernabilidad
Y ante la falta de gravitas en el liderazgo presidencial, la gobernabilidad es tierra de nadie. ¿Resultado? Polarización extrema no solamente en los partidos políticos sino también en la ciudadanía y los medios de comunicación. División. Fragmentación. Sin bien común. Y eso da paso a una retahíla de lugares comunes, donde, se dice, “no hay buenos o malos” o “todo depende de la visión política de cada uno.” Todo deviene relativo. Y así, la moral no es un andén de autodominio para construir una república –de todos– sino solamente para la mayoría aplanadora que ejerce el poder.
Un régimen político republicano se forja –y a la vez se vigoriza y madura– en una cultura ética. Insisto, la falta de gravitas en el liderazgo ha dejado la gobernabilidad en un limbo. Esa fue la crítica constante de la Iglesia paraguaya, a través de la Conferencia Episcopal, a la “democracia” estronista por varios años: La de la necesidad de volver a los valores de la moral, la justicia. Los síntomas de una cultura inmoral, la corrupción, el poder arbitrario, obedecían, se decía entonces, a la cultura del pokaré y el mbareté.
Refundación de la república
Me pregunto si no es legítimo pensar en una refundación de la República. ¿Una utopía, algo complicado? Seguro. Pero continuar con instituciones que son mera fachada no tiene mucho futuro. Después de todo, la refundación de una república está en la racionalidad de la perfectibilidad del ser de lo político, y, por ende, de aquellos valores que deben regir una sociedad. Sería un acto contracultural: El de repensar el funcionamiento real y no sólo formal de nuestra democracia. Hasta ahora, a pesar de las buenas intenciones, se ha construido, muy a menudo, desde el poder y no desde la verdad. Seguir haciendo lo mismo sería como tejer el mismo traje político sin hilo. Un simulacro de democracia, un remedo de República.
¿Hacia un nuevo pacto social?
Ante este panorama, la solución no vendrá de la simple reorganización de los factores de poder, sino de un nuevo pacto social que restaure principios que trasciendan la inmediatez de la lucha política. Y eso exige más que cálculos estratégicos: Requiere convicción, visión y el coraje de asumir la responsabilidad del destino nacional. Siempre me llamó la atención una afirmación de Juan Bautista Alberdi sobre la constitución de una república. Decía el argentino que «La constitución, es decir, la articulación entre la libertad y la autoridad, no se escribe, se hace; no se decreta, se forma, se construye con educación. Las constituciones no se hacen en los Congresos, se hacen en las casas, en los hogares (en el trabajo). No viven en el papel, viven en los hombres (y en los pueblos)». El verdadero pacto social en un régimen republicano radica en la cultura ética que impregna a sus ciudadanos. Sin ese intento, la mafia continuara decidiendo el funcionamiento de las instituciones de nuestra república fingida. Un Estado sin Justicia sería una banda de ladrones señalaba San Agustín como una posibilidad social, Hoy, en Paraguay, vemos convertido, en dolorosa realidad.