La Marcha sobre Roma, iniciada el 28 de octubre de 1922, abrió la página más oscura de la vertiginosa historia italiana y, cien años después, sigue siendo recordada como la advertencia de un pasado que nunca se fue del todo, máxime cuando acaba de formarse el primer gobierno ultraderechista de su democracia.
A comienzos de la década de 1920, Italia, sesenta años después de su reunificación, era un país exhausto entre el malestar de la Gran Guerra y la amenaza latente de una revolución soviética.
En sus calles resonaban las luchas obreras y la violencia fascista arraigaba peligrosamente a base de aceite de ricino y palizas a sindicalistas, mientras Mussolini, periodista de pasado socialista, caldeaba el ambiente desde su periódico, Il Popolo d’Italia.
Hacia Roma
Así, en 1919 congregó a los chacales del maltrecho ejército en sus Fascios de Combate y más tarde en el Partido Fascista (PNF), que crecería como un parásito al calor de un Estado débil.
Pero el jefe fascista no estaba dispuesto a esperar y acabaría lanzando sus hordas a su presa: el poder. Así, en un otoño lluvioso, se consumó la Marcha sobre Roma. Bastaron solo cuatro días.
Las amenazas se leían frecuentemente en su diario, pero el desafío sonó más realista que nunca en el Congreso del PNF en Nápoles, el 24 de octubre, antesala del desastre: “Debemos agarrar por el cuello a esta miserable clase política”, atacó Mussolini.
Se refería especialmente —pero no solo— al hombre que gobernaba en aquel momento, Luigi Facta, un pusilánime de bigotes decimonónicos elegido por el rey Víctor Manuel III en plena tormenta política.
Sin embargo, el Gobierno y gran parte de la izquierda infravaloró el riesgo, como demuestra un telegrama de Facta aquel día: “Creo pasada la idea de marchar sobre Roma”, refería ingenuamente a un monarca de asueto en los bosques toscanos.
Incluso el periódico del comunista Antonio Gramsci dejó por escrito su ingenuidad: “Es evidente que el fascismo está en proceso de desintegración”. El pensador moriría en 1937, tras conocer las mazmorras del régimen.
Entretanto, la maquinaria subversiva empezaba a funcionar, y tres días después cuatro jerarcas —Italo Balbo, Michele Bianchi, Emilio De Vono y Cesare Maria De Vecchi— dirigían sus frentes a Roma mientras el líder seguía todo desde Milán por temor a un arresto.
El 27 se ocuparon numerosas prefecturas ante la permisividad de un ejército politizado y un día después unos 20.000 camisas negras se concentraron en Perugia (centro), cerca de la capital.
El Gobierno reaccionó tarde y, cuando al alba del 28 de octubre decretó el estado de sitio, el rey se negó a firmarlo para, dos días después, entregar el Gobierno a Mussolini.
El “hombre de la Providencia”, como le bautizaría el Vaticano, conseguía el poder y sus secuaces desfilaban bajo el balcón del rey, como los peones de un sistema que cristalizaría en una dictadura de dos décadas, cuyo calendario empezaba en aquel el 28 de octubre.
Sin saberlo, Italia también se encaminaba al abismo, hacia una nueva Guerra Mundial.
Onda expansiva
“La Marcha sobre Roma fue el evento más nefasto de la historia italiana y también aciago para la historia europea porque generó imitadores”, explica a EFE el historiador Marco Mondini, autor del libro Roma 1922: il fascismo e la guerra mai finita (Il Mulino).
Es el caso de Adolf Hitler, que en 1923 intentó un golpe de Estado en Múnich. Aquel jaque italiano “creó un efecto de ola que estimuló la voluntad de dar el golpe de gracia a Estados liberales en Europa y fuera”, sostiene.
En Italia, subraya, funcionó porque la violencia escuadrista fue tolerada por el pánico a un enemigo interno: “La idea era usar el fascismo para aniquilar al socialismo”.
El legado fascista
En poco tiempo, Mussolini impuso una feroz dictadura que asesinó y confinó a la disidencia, soñó con un mundo nuevo e imperial, promulgó Leyes Raciales y marchó a la guerra contra el mundo, cavando su tumba final.
La caída del fascismo alumbró la actual República, pero, por una casualidad del destino, cien años después el Gobierno ha acabado en manos de los Hermanos de Italia, partido heredero del Movimiento Social Italiano, creado en 1946 por los últimos fascistas.
Sin embargo, Mondini cree que “queda muy poco” de esta ideología, ya que los ultraderechistas no amenazan al poder con la violencia, verdadera genética del fascismo, aunque sí pervive un “legado simbólico y moral”. Pero nadie puede dudar de la solidez de la democracia italiana, añade.
Precisamente el sino se reservaba otro capricho al comienzo de la actual legislatura, cuando la presidencia del Senado fue ocupada por un día por Liliana Segre, judía víctima de las Leyes Raciales y superviviente de Auschwitz. Era la otra cara de una historia trágica que aún nadie olvida, por el bien de las generaciones venideras.