De un tiempo a esta parte, la ciudad de Asunción –entre otras cabeceras departamentales– se está reconfigurando a la medida del capital reinante. Lugares donde antes había frondosos árboles, bálsamos durante el fulminante verano; donde antes ocupaban antiguos edificios, devenidos en patrimonio cultural por su riqueza arquitectónica e histórica, hoy están enchapados con obreros demoliendo hasta las sombras.
Estaciones de servicios, farmacias, comercios las 24 horas, departamentos o fríos galpones ocupan esos lugares, arrebatando la magia y el color a la ciudad, vuelta un paisaje minimalista, mudo e impersonal.
Un amigo arquitecto, recién llegado a Asunción hace ya unas décadas, se había espantado cuando vio el moderno edificio espejado que se erguía soberbio sobre la imponente casona, donde hoy está la sede de la Vicepresidencia de la República. –Esto es una bazofia– lanzó, sin poder comprender cómo, por qué o a quién se le ocurrió “semejante atropello”.
Lo que este amigo no imaginaba –ni yo al menos en ese momento– era que en Paraguay somos capaces de ir más lejos aún; al límite de dejar en ridículo al mejor ocurrente director de cine. De hecho, a la sobria restauración de la emblemática casona sobre calle Palma –convertida en Palmaroga Hotel–, le atraviesa un mamotreto de cristal que se eleva, grotescamente, desde su vientre a una altura indecente.
Al transitar por las calles, ya no se sabe si uno se va a topar con una estación de servicio o con un edifico de altura. Y lo que es peor, esto se da en sitios donde cualquier taciturno o alegre transeúnte encontraba un poco de paz a la sombra de la arboleda; o bien, podía sentir respirar la historia de la ciudad a través de las paredes de sus casonas, en su mayoría, penosamente abandonadas.
Merece un capítulo aparte es lo que pasa en el campo: Hectáreas y hectáreas de bosque y selva han desaparecido a expensas de las divisas, resultantes de la ganadería, el cultivo extensivo de soja y su avariciosa exportación que, finalmente, aporta migajas al Fisco en relación a las ganancias que acumulan. Incluso, en los últimos tiempos el exterminio y expoliación, se trasladó al Chaco.
En el árido y agreste suelo chaqueño, el vil metal amenaza con arrasar lo último que queda del Bosque Atlántico en el Alto Paraguay. Consecuentemente, coloca en serio peligro la seguridad y supervivencia de varias comunidades indígenas –en especial a los Ayoreos–; tanto de los asentamientos que mantienen cierto tipo de contacto con el resto de la población paraguaya como del incontable remanente de nativos silvícolas que viven aislados, de forma libre y voluntaria, incluso de sus propios hermanos de estirpe.
La anteposición del dinero y los intereses corporativos, cuyo derrame de sus actividades al resto de la población sigue siendo limitada, anula el abordaje y resolución de los ya sempiternos males sociales como la tenencia de la tierra, la preservación de los recursos naturales, el acceso a servicios básicos y la generación de condiciones para una mejor calidad de vida, en el campo y en la ciudad.
Si hay algo que resume y refleja el escenario descrito es la falta de amor propio que nos atraviesa como sociedad; mirando bajo sospecha al otro, denostando al vecino y criticando a los “haraganes” campesinos, sin techos, obreros y todos quienes se organizan e interpelan al sistema con cierre de rutas y movilización.
La ignominia de las autoridades y servidores públicos que deben velar por el cumplimiento de las leyes y por el bienestar general, contribuye a ese desamor, al desapego incluso hacia los símbolos que otrora constituían parte importante y daban un sentido de pertenencia histórica.
¿En qué momento dejamos de estimarnos? De querernos como lo que somos: Trazos de este tejido social, flagelado por la injusticia, la impunidad, la inequidad y la ambición mezquina. Quizás, esta última formulación encierre alguna respuesta a la pregunta planteada.
En efecto, cuando las vísceras mandan, a instancias de las fauces de los insaciables de poder, se mutila la razón y el corazón de una nación y es aquí cuando todo lo indigno puede pasar.