La lección que me queda de toda esta historia es que si no podemos adaptarnos a nuevas normas, incluso de la manera más brusca, estamos condenados a sucumbir ante un orden mundial que ya nos quedó más que claro que puede ponerse patas arriba en cualquier momento. Debemos aprender a planificar nuestras vidas siendo conscientes de que puede aparecer cualquier elemento que nos obligue a detenernos o acelerarnos, con la sensación de que son cada vez menos los factores que están bajo nuestro control.
Mi estadía en la capital de Alemania se transformó de una nutrida agenda de visitas a instituciones del Gobierno, entrevistas a empresarios y académicos, y una estancia laboral en una agencia de noticias, a la corresponsalía sobre la pandemia desde el lugar que en ese entonces se ubicaría como el epicentro de la propagación del nuevo coronavirus.
En cuestión de días se suspendieron los eventos y tuve que adoptar la modalidad home office para reportear las novedades que surgían.
El sofá se convirtió en mi hábitat natural por semanas, pero me consolaba al darme cuenta de que estaba en una de las pocas ciudades donde al menos se podía salir a caminar o hacer ejercicios a parques y plazas, y el seguro médico que fácilmente pude adquirir desde internet me daba la tranquilidad de que recibiría la asistencia necesaria en caso de que resultara infectada por el Covid-19. En mis últimos días en Berlín pude presenciar la vuelta a la vida de la ciudad: empezaron por abrirse los locales comerciales, las peluquerías y las escuelas, para luego dar paso a los restaurantes y a los bares, con estrictas medidas.
Los poco más de dos meses de encierro –que pudo ser posible también gracias a la fuerte inyección de dinero que destinó el Gobierno alemán a ayudas para empresas y familias que debieron detener su producción– sirvieron para preparar el sistema de salud, vivir ahora la “nueva normalidad” y hasta hablar de que se vaya creando más inmunidad entre la población para enfrentar una eventual segunda ola.
La situación que encontré en mi regreso a Paraguay es muy distinta. Es elevada la incertidumbre respecto a las fases de la “cuarentena inteligente” a la que iremos ingresando y los sonados casos de corrupción nos colocan lejos del nivel de preparación del sistema de salud en que deberíamos estar a ya tres meses de confinamiento de la población.
El temor a regresar a la fase 1 y las restricciones mucho más fuertes en la cuarentena que debemos cumplir los que llegamos del exterior son los golpes de realidad que más me están doliendo en esta transición. Mientras la población de Berlín está saliendo ya a disfrutar de la primavera y se prepara para un verano que finalmente no será tan aburrido como se pensaba, acá seguimos temblando ante el avance del coronavirus.
Nuevamente, los efectos de la corrupción arriesgan nuestras vidas y nos alejan cada vez más del concierto de países serios y organizados. La población paraguaya está a la altura de los requerimientos actuales, con el acatamiento de las normas de higiene –con deshonrosas excepciones, que también hay en otros sitios del planeta– y los sacrificios económicos, pero los ladrones de siempre no pueden detenerse ni ante una pandemia para sacar su tajada.
Sigamos atentos, denunciando, protestando y exigiendo el castigo para los culpables de que sigamos renunciando a tantas libertades. El coronavirus es mortal pero ya sabemos cómo cuidarnos, ahora no dejemos que la corrupción y la ambición desmedida sigan neutralizando todos nuestros esfuerzos.