“Era un funcionario inexpresivo, de trayectoria anodina, sin ninguna experiencia previa en el tema y que, por esas cosas curiosas de la política paraguaya, llegó a ser designado defensor del Pueblo”.
Con esta frase comenzaba yo una columna de años atrás. Lo curioso es que no me refería al actual defensor, Miguel Godoy, sino a su predecesor, Manuel María Páez Monges. La había escrito en enero de 2015, decepcionado porque una persona vinculada al stronismo siguiera al frente de una institución creada con la intención de fortalecer el respeto a los derechos humanos.
Es que ni antes ni ahora a la Defensoría del Pueblo le fue bien. Siempre fue la institución de la República más menospreciada por los políticos. Todo comenzó con la Constitución de 1992. Acompáñeme que le explico. No me abandone, seré breve.
Luego de tanta dictadura, los constituyentes consideraron necesario crear una figura que defienda los derechos humanos y canalice los reclamos populares. En esa transición con tanto olor stronista el cargo quedó vacante casi una década y cuando, por fin nombraron a alguien, fue al inoperante Páez Monges, quien no hizo nada, justamente lo que se pretendía. Por eso, pese a que sus funciones duran cinco años, se quedó trece.
Cuando al fin lo cambiaron, parecía que nada más grave le podía ocurrir a esa pobre institución. Pero no, estamos en Paraguay. Los parlamentarios eligieron al de peor perfil, al que mostraba un impresentable aire de inexperiencia. En 2016 empezó la era de Miguel Godoy. Y, por increíble que parezca, hubo muchos que empezaron a extrañar al inofensivo señor Páez.
El nuevo defensor coleccionó una buena cantidad de bochornos que van desde desafíos a golpes de puños con periodistas, a trompadas de verdad con su adjunto por un lugar en un estacionamiento público, pasando por videos en los que aparecía como un adolescente exhibicionista.
Creyó ver en la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio una veta interesante y, a fines de 2018, obligó a miles de jóvenes a formar filas históricamente largas frente a pequeñas oficinas en las que primaban directivas contradictorias sobre un supuesto servicio comunitario que jamás se instaló.
Lo más triste de esta historia es que durante todo este tiempo desde la Defensoría del Pueblo se pudo haber hecho muchísimo por los derechos humanos en nuestro país. Un defensor que gozara de la confianza ciudadana le daría a esa maltrecha institución otra imagen. La gente golpearía sus puertas para plantear los problemas que otras reparticiones no le pudieron resolver. Una Defensoría que funcionara como en otros países sería capaz de interpelar al Estado, elaborar informes y hacerse escuchar con fuerza. Pero, ¿podemos tener esperanzas con defensores como Miguel Godoy?
Por lo visto, la gran mayoría de los diputados colorados y liberales sí, pues a fines del año pasado lo reeligieron sin dramas. Bastaron unas cuantas ofertas de cargos para sus operadores políticos para que todo se liquide en un solo día. Esa es la importancia que le dan los diputados a los derechos humanos. Tendremos Miguel Godoy hasta el 2026.
Lo que siguió era previsible: Más escándalos. Hubo denuncias de qué funcionarias de la Defensoría trabajan como empleadas domésticas en su casa; de la conversión de la institución en una oficina de reclutamiento partidario; de la utilización burda de vehículos oficiales para fines personales y de la exigencia de pagos ilegales a objetores de conciencia.
“Debe irse lo antes posible y convertirse en un mal recuerdo. Debe sucederlo alguien que, independientemente de su color partidario, honre el cargo y la esperanza ciudadana”. Lo escribí en el 2015, pensando en Manuel Páez Monges y no en Miguel Godoy. Lo triste es que se aplique igual para ambos. ¡Pobre institución!