El domingo sabe a café en la cama, a dulce modorra, al diario desparramado en el piso del cuarto, al convite amigo.
El domingo huele a mate, a jugo de frutas, a la carne cociéndose.
El domingo se siente en la piel, en el labio que da un beso adormilado, en el abrazo de las sábanas.
El domingo se escucha como trinos de pájaros, como risas de niños, como música suave, como un “te quiero” dicho al oído.
Pero el domingo tiene también un poso de melancolía, una trampa del afecto.
Como dice el poeta José Ángel Buesa: Este domingo triste nace de algo que es mío, que quizás es tu ausencia y quizás es mi hastío.
Para el bardo chileno Armando Rubio Huidobro en cambio en un domingo: La tarde se asolea, azul, en la plaza. Las palomas se congregan luminosas y amargas entre volantines y esferas que se enredan en los cables.
Un niño llora su gorra marinera en la cabeza del lustrabotas.
Los hombres sueñan.
La tarde gira en la manivela del organillero.
Pero, hay también domingos amargos... tanto como los que se beben en el vaso del exilio. Miles de paraguayos en España y los Estados Unidos prueban hoy esta copa y quieren decir como el cubano José Martí: Cáscara soy de mí, que en tierra ajena gira, a la voluntad del viento huraño, vacía, sin fruta, desgarrada, rota. Miro a los hombres como montes; miro como paisajes de otro mundo, el bravo codear, el mugir, el teatro ardiente de la vida en mi torno: ni un gusano es ya más infeliz: ¡suyo es el aire, y el lodo en que muere es suyo! Siento la coz de los caballos, siento las ruedas de los carros; mis pedazos palpo: ya no soy vivo: ¡ni lo era cuando el barco fatal levó las anclas que me arrancaron de la tierra mía!
El domingo es así; alegre, triste, vital, amnésico, vibrante y fundamentalmente es humano.
Si llegó hasta aquí espero no haberlo abrumado aún más, por lo menos no tanto como este domingo que se intuye imperfecto, como todo en el mundo.
Feliz domingo. Que lo duro le sea leve y pesado soportable.
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