02 ene. 2025

Universos que enriquecen

En el tiempo previo al cincuentenario de la aparición de Yo el Supremo, obra cumbre de la literatura paraguaya (se editó por primera vez en Buenos Aires, en junio de 1974), y a tono con las celebraciones de la fecha de hoy, en que se conmemora el Día del Libro a nivel mundial, hay sobrados motivos para seguir ubicando en el pedestal al instrumento por excelencia que propaga la cultura y el conocimiento, el elemento que sirve de puente entre quienes vierten sus ideas y aquellos que las recepcionan, con el fin de retroalimentar el bagaje intelectual de cualquier civilización.

El libro es –tal como ya lo había definido Borges– distinto a cualquier otra herramienta que sirve de extensión al ser humano y sus potencialidades a la hora de expresar su pensamiento. Si los otros utensilios se ofrecen como la extensión de la mano (un martillo, por ejemplo), cualquier texto escrito sirve para otros fines, es decir, se presenta como la posibilidad de extender la imaginación del hombre.

Bien es cierto que en la sociedad posmoderna hay elementos que le hacen contrapeso y que exponen al libro como un objeto en peligro de extinción, atendiendo a otras plataformas y herramientas que van ganando terreno en el ámbito del entretenimiento y, mismo, del que permite a uno munirse de riqueza intelectual, para conocer el mundo desde sus distintas aristas. Pero cuándo no lo fue, en esencia, se podría preguntar uno, a sabiendas de que muchos aportes de grandes pensadores pueden resultar peligrosos para el orden establecido o para romper el statu quo globalizante.

El 23 de abril de 1616 fallecían Miguel de Cervantes y William Shakespeare, los principales emblemas de los espectros literarios en lengua castellana e inglesa, respectivamente, y cuyas obras sobrepasaron toda frontera para erigirse en las máximas manifestaciones del arte y la cultura, porque condensaron lo mejor de las expresiones y las tramas construidas, que sirven de legado para la posteridad.

En su homenaje se instituye cada año en este día la evocación suprema que coloca a las páginas escritas y condensadas en libro como principal actor que transforma la sociedad, y como cabal compañía que edifica, mediante la lectura, la mente de quien se sumerge en las páginas de cualquier obra, contribuyendo a su crecimiento intelectual y permitiéndole abrir abanicos de oportunidades para interpretar mejor el mundo circundante.

Quién mejor que el italiano Umberto Eco, autor del aclamado El nombre de la rosa, para acercarnos al tuétano de lo que significa –en cualquier época de la vida– el placer de la lectura: “Quien no lee, a los 70 años habrá vivido una sola vida, ¡la propia! Quien lee habrá vivido 5.000 años: estaba cuando Caín mató a Abel, cuando Renzo se casó con Lucía, cuando Leopardi admiraba el infinito... Porque la lectura es la inmortalidad hacia atrás”.

Augusto Roa Bastos es el principal emblema de las letras paraguayas. Su obra Yo el Supremo cumplirá en un par de meses 50 años desde su primera edición, pero hay una lista fecunda de otros autores locales que engalanan el firmamento de las ideas plasmadas en texto, y a los que la comunidad tendría que acercarse más, para reivindicar la creación y el desapego a la modorra y la falta de interés en el conocimiento, como narcótico que hipnotiza a los seres humanos y no les permite subir aunque sea un peldaño, para verse mejores conforme transcurre la temporalidad.

Mucho se procura tener un país de buenos lectores, y mucho también se lucha contra esferas y ámbitos que no incentivan al interés hacia los libros. El sistema educativo mismo acusa recibo de las deficiencias en comprensión lectora y en los dramas para que el alumnado conceptualice aunque sea la más mínima idea. Nunca está de más aportar alguna gragea, un granito de arena para que la gente busque más en los libros la posibilidad de avanzar y nutrirse de universos que le enriquezcan.

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