En las elecciones generales de Paraguay, el 30 de abril de 2023, voté al cierre del día. Estaba como funcionario de mesa y, según el Código Electoral, a los que ejercen esa función les toca llenar la boleta electrónica cuando ya no haya electores esperando. No me fue difícil votar, pues tenía bien definidas mis preferencias.
Aunque estoy en el padrón del PLRA y fui electo ciudadano convencional constituyente por ese partido en 1992, a esta altura de mi vida me considero un independiente, que prefiere dedicarse al análisis político; actividad que no es ajena a los sesgos ideológicos. Los míos podrían caracterizarse como de centroizquierda, algo entre el liberalismo social y la social democracia. Sin embargo, no sigo una línea partidaria y en todo momento hago la crítica y la autocrítica, tratando de validar mis argumentos. De hecho, una de las razones por las que me había afiliado al PLRA en 1985 (por ahí), era porque existía el movimiento Cambio para la Liberación, que decía defender el liberalismo progresista, cercano a la Unión Cívica Radical de Raúl Alfonsín. Hoy, esa vertiente está casi desaparecida dentro del Partido Liberal.
A pesar de que creo que hay muchos colorados honestos, capaces y honorables, demócratas también, he votado solo una vez por un candidato de la ANR. Por lo general, voto por un candidato de la oposición. Pero, en 2023, el escenario era complejo. Yo había analizado el discurso de Efraín Alegre como candidato a la presidencia en 2018, y lo comparé con otros candidatos a presidente de la región. Me apena decirlo, no se destacaba mucho. Una palabra que me sonaba y sonaba en la cabeza era la de “improvisación”. Lo veía asumir entrevistas y eventos sin la debida preparación, no era sistemático, y me temía que una gestión suya siguiese ese mismo patrón. No obstante, dado el desafío del cambio que teníamos enfrente, al final, me dije que él podría ser la opción “menos mala”.
Por otro lado, siendo de centroizquierda, en los meses previos a las elecciones, me acerqué al Frente Guasu y me ofrecí para colaborar, y asistí a unos eventos de aquel intento de unión que fue Ñemongeta, pero luego lo vi fragmentarse. Los únicos pedidos de ayuda que recibí fueron si podía llevar a unos militantes a una reunión en el interior, y una invitación a una cena para recabar fondos. Así fue como me di cuenta de que eso no iba a llegar muy lejos.
Después de esos ensayos y errores, al final decidí que votaría por Kattya González para el Senado y Johanna Ortega para diputada por Capital. Esta última me había convencido por su actuación en las elecciones municipales, cuando encaminó la causa por corrupción contra el intendente, mientras que los otros quisieron aprovecharse de esa gestión y ponerse en la primera fila. Por otro lado, Kattya parecía como la más positiva, hablaba con coraje, ejercía su función como diputada con vehemencia y se preocupaba por explicar sus posiciones. Creo que armó una de las mejores listas de senadores que teníamos disponibles, pero lastimosamente no prosperaron. Si bien tiene sus excesos, es una persona cabal, transparente, patriótica y pluralista. Su voz iba creciendo, en las redes dominaba y aprendió a pelearla en el recinto.
Espero que su destitución quede anulada por el camino jurídico disponible y más propicio, pero mientras tanto no nos queda más que darle la bienvenida a la sociedad civil, a las redes ciudadanas que se tejen y retejen. Es cuestión de que ayude a construir esa alternativa ciudadana que tanto cuesta. Podríamos especular que si los cien mil que la votamos le convenciésemos cada uno a doce personas más, tendríamos 1.200.000, casi igual que los que le votaron a Santi. Suena fácil, pero para eso hay que tener estructura, organización, un colectivo político. Esta es quizás una de las lecciones aprendidas. Los liderazgos femeninos se han destacado en el Congreso, pero se requiere un acompañamiento, un modo de proceder, una estrategia política. Más aún teniendo en cuenta en el sistema amañado en el que se desempeña la sociedad política actual.