Este artículo tendría que haberlo publicado un mes atrás, cuando había fracasado el deseo de organizaciones de la sociedad civil de realizar un debate presidencial.
No lo hice entonces para no levantar aún más la enorme polvareda política que se había generado a raíz de esta suspensión, pero lo hago hoy con desapasionamiento, pero con la convicción que lo ocurrido es muy grave para nuestra democracia y que no debe repetirse en el futuro.
En una dictadura no se debate y se hace lo que el dictador quiere, pero en una democracia su esencia misma se encuentra en el debate de ideas y de propuestas.
En la antigua democracia directa de los griegos, los ciudadanos concurrían a una Plaza (Ágora) a debatir los diferentes temas que eran de interés público.
En la moderna democracia representativa que hoy tenemos, son los representantes o los candidatos a ocupar cargos públicos los que debaten a través de los medios de comunicación.
Por ejemplo, en la democracia norteamericana desde el famoso debate Kennedy-Nixon en 1960, los candidatos presidenciales “con reales posibilidades de ganar” deben presentar y defender sus propuestas en varios debates televisivos.
Con esta visión y desde su nacimiento, Dende ha creado diversos espacios para debatir los grandes temas nacionales. De todos estos espacios, el más importante y el más complicado, ha sido la organización de los debates presidenciales en los años 2013 y 2018.
En el 2013 soñábamos con un debate presidencial transmitido por todos los canales de televisión y por todas las radios del país, similar a lo que solemos ver en la mayoría de las democracias del mundo.
Nos embarcamos en organizar el debate en un formato similar al de los Estados Unidos (con los dos candidatos mejor posicionados) y nos encontramos con la oposición de los asesores del candidato que estaba primero en las encuestas (Cartes) que no querían un debate solo entre los dos candidatos con mayor intención de votos.
En aquella oportunidad plantearon que participen “todos” los candidatos que eran 11 en total –inviable en un espacio televisivo– y que se limiten las posibilidades de repreguntas y de discusión entre los mismos.
La posición de los asesores era electoral porque querían evitar la polarización y conseguir la división de la oposición. Finalmente, se acordó que sean 4 los que debatan generando el enojo de los 7 candidatos excluidos y el debate fue decepcionante y las críticas demoledoras.
Esto me llevó a escribir en aquel momento un artículo titulado “El debate soñado y el debate posible”.
En el 2018 los asesores del candidato mejor posicionado (Marito) sí aceptaron que participen solo los dos mejores posicionados en las encuestas, pero condicionaron la realización del mismo a un solo debate y lo más cercano a las elecciones porque a esa altura la mayoría ya tiene un voto definido.
Comparto todas estas intimidades porque considero que el debate presidencial es un espacio extremadamente importante para que la ciudadanía se informe directamente de las ideas y de las propuestas de los futuros gobernantes.
Un espacio como este debe ser obligatorio para los candidatos y las condiciones para llevarlo a cabo no pueden estar sujetas a los intereses electorales, generalmente de los asesores de la campaña del candidato que está primero en las encuestas.
En las democracias maduras como la de los Estados Unidos o la de los países europeos no existe una ley que obligue a realizar debates presidenciales, pero es una tradición respetada por todos.
Sin embargo, en las democracias jóvenes y débiles existen leyes que exigen que el debate forme parte del proceso electoral y que la participación de los candidatos sea obligatoria.
Ojalá esta elección del 2023 sea la última que se realiza sin el debate presidencial, para lo cual es urgente una ley que obligue a su realización.
Será un paso que fortalecerá a nuestra democracia.