¿Cuál es el secreto del senador Hernán Rivas? ¿Por qué el oficialismo colorado se emperra en mantener como representante del Senado ante el tribunal que juzga a jueces y fiscales a un legislador que no es capaz de despejar dudas sobre la autenticidad de su título de abogado y que jamás ejerció el Derecho? ¿Por qué jugarse por un hombre que ni siquiera puede contar quiénes fueron sus profesores o sus compañeros de carrera? ¿No tiene el partido otra figura que ofrecer? ¿No hay un solo abogado decente en la lista de senadores republicanos?
¿Cómo puede defender Itaipú la desvinculación de un centenar de funcionarios que ingresaron por concurso –alegando irregularidades en el proceso– cuando el propio director de la entidad tiene a la hija, veterinaria, en un cargo administrativo al que ingresó sin siquiera concursar? ¿Cómo justificar sus acciones si, paralelamente a esa descontratación masiva, mantiene en sus cargos a una legión de parientes de políticos y operadores varios que entraron por la ventana?
¿Cómo creer que la intención es transparentar las contrataciones en las binacionales, las que pagan unos salarios absurdamente altos, si reincorporan en sus filas a los familiares de los nuevos administradores del poder, como los primos del vicepresidente Pedro Alliana o el hermano del fiscal general del Estado?
¿Cómo creer que hay voluntad de hacer cambios si luego de una semana bochornosa en la que una organización criminal tomó el control de la principal penitenciaría del país, el presidente decide mantener en el cargo a todas las autoridades salpicadas por el escándalo?

¿Cómo entender la lógica del oficialismo colorado cuando el novel presidente debió gastar sus primeros vetos presidenciales para anular proyectos que atentaban contra la propiedad y los recursos del Estado y que fueron promovidos nada menos que por el líder del cartismo en el Congreso, el senador Basilio Núñez?
Sabemos que el presidente Santiago Peña tiene que llevar adelante reformas sumamente complejas que requerirán de un enorme gasto político. Y que la condición básica para poder encararlas con alguna posibilidad de éxito es mantener altos niveles de aceptación. Y nada desgasta tanto a un gobierno como perder autoridad moral.
Eso es precisamente lo que están haciendo los supuestos aliados políticos del mandatario. Es evidente que la vieja clase política no puede con su genio. Apenas han pasado dos meses desde la asunción de Peña y ya saltan los primeros escándalos. No han podido darle siquiera los primeros cien días de tregua.
El presidente está descubriendo demasiado pronto que no se puede pactar con el diablo y pretender luego que el socio postergue o renuncie a sus trapisondas. Sus prioridades no son las del presidente. Su agenda no es la del Gobierno.
Los Núñez, los Zacarías, los Rivas y los demás tienen que pagar promesas políticas. Hay que repartir tierras y subsidios, contratar a los amigos y parientes y garantizar inmunidad ante la Justicia. El modelo sigue vigente. Los pactos de impunidad se cumplen. Todo lo demás es secundario. La tecnocracia es buena para el discurso electoral y para el autoengaño de los sectores de poder que necesitan justificar su funcionalidad al partido. Pero las elecciones ya fueron y las turbias aguas del prebendarismo necesitan volver a su cauce normal.
Hay que reconocer, empero, que algunas cosas están cambiando, pero para mal. Estamos claramente ante el peor Congreso de la historia reciente. La degradación del debate ha llegado a límites inimaginables. Las figuras encumbradas son aquellas que han sabido llevar el espíritu patotero de las barras bravas al recinto legislativo. El ropaje académico se limita a los títulos dudosos de universidades de garaje.
Quienes creían que el presidente Peña tendría la ventaja de gobernar prácticamente sin oposición se equivocaron. Está claro que su mayor desafío será sobrevivir el torpedeo de su propio partido.