Jesús habla con sus discípulos sentado en el Monte de los Olivos, frente al Templo de Jerusalén. Uno de ellos pondera la solidez y magnificencia de la construcción, y todos quedan sorprendidos cuando le responde: “¿Ves estas grandes construcciones? No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mc 13,2).
Sus palabras, interrumpiendo unos comentarios llenos de admiración, resultaban sobrecogedoras: ¿de qué catástrofe estaba hablando? Para ellos eso solo podría suceder en el fin del mundo. ¿El final era inminente?
En la respuesta de Jesús se entrelazan palabras del Antiguo Testamento, concretamente del Libro de Daniel, con otras de Isaías y Ezequiel. Utiliza imágenes de género apocalíptico bien conocidas en la tradición de Israel: “el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán”.
Pero los vaticinios de los antiguos profetas culminan en la manifestación gloriosa de Jesucristo, el Mesías esperado, que, por encima de los cataclismos del cosmos y de los vaivenes de la historia humana, permanece como punto firme y estable: “Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria”
El Maestro desvía la atención de los detalles accesorios, como son los relativos al tiempo y momento concreto en que sobrevendrá el final, para centrarse en lo fundamental. “Cristo es el Señor del cosmos y de la historia -enseña el Catecismo de la Iglesia Católica-. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente”.
La respuesta de Jesús no ofrece una descripción de lo que sucederá, sino que es una invitación a vivir bien el presente, a estar atentos, siempre preparados para cuando venga el Hijo del Hombre y nos pida cuentas de nuestra vida.
El Maestro enseña que la historia de los pueblos y de las personas tiene una meta que es el encuentro definitivo con el Señor. Cuándo y cómo sucederá no tiene para nosotros mayor interés, por eso dice Jesús de modo provocativo que “nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre” (Mc 13,32).
Deliberadamente nos aparta de una curiosidad superficial por los acontecimientos del futuro para mostrar lo realmente importante. Señala el sendero justo por el que caminar para llegar a la vida eterna: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Todo pasa –nos viene a recordar–, pero la Palabra de Dios no cambia, y es guía estable para regir nuestro comportamiento. Sólo tiene sentido y estabilidad una vida que se apoya y fundamenta en la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado.
En el Credo confesamos que “Jesucristo subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. “Entonces -dice el Catecismo-, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino”. En el Juicio quedará patente si hemos caminado en nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios, o si la hemos despreciado, fiándonos de nosotros mismos.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/2024-11-17/)