"¡Bienvenidos a bordo!”, saluda un tripulante con un chaleco salvavidas en la mano a más de cien pasajeros en un ferri antes de zarpar con rumbo a la isla de Robben, la famosa cárcel que atormentó a Nelson Mandela.
Se trata del catamarán Krotoa, fondeado en un muelle del Victoria & Albert Waterfront, el concurrido paseo marítimo de la siempre deslumbrante Ciudad del Cabo, en el suroeste de Sudáfrica.
El Krotoa es uno de los barcos que los turistas toman a diario para alcanzar la isla con permiso del Atlántico, intratable si toca mal tiempo en estas aguas próximas al Cabo de Buena Esperanza.
La travesía, de media hora, constituye una emocionante singladura entre cargueros fondeados en la lejanía que permite echar la vista atrás y deleitarse con la presencia de la imponente Montaña de la Mesa, eterno custodio de Ciudad del Cabo.
Durante el trayecto, las cámaras fotográficas de los pasajeros zumban sin cesar (¡Clic, clic, clic!) para inmortalizar paisajes de ensueño.
El catamarán atraca, por fin, en el puerto de la isla de Robben, que en neerlandés significa “isla de las focas” por los mamíferos pinnípedos que antaño habitaron esta ínsula de apenas cinco kilómetros cuadrados, tan hermosa como infame.
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Tras el desembarco, los excursionistas suben expectantes a un autobús bajo las gaviotas que sobrevuelan el puerto.
Una guía muestra los sitios destacados de la isla, que los colonos holandeses -de quienes descienden los afrikaners sudafricanos- empezaron a usar como cárcel en el siglo XVII y ha albergado una leprosería, un manicomio y una base militar.
En 1961, el Gobierno de la minoría blanca que impuso el sistema de segregación racial del apartheid (1948-1994) transformó la isla en un penal para presos políticos y criminales convictos.
A la entrada del recinto penitenciario, una puerta de cemento se alza coronada por un letrero con el emblema del servicio correccional del apartheid y su lema: “Servimos con orgullo”.
El autobús atraviesa la puerta e inicia un recorrido con varias paradas, como el cementerio de leprosos, la casita que recluyó al revolucionario antiapartheid Robert Sobukwe, la cantera de piedra caliza donde los presos trabajaban cegados por el resplandor de la cal blanca o la coqueta iglesia gótica de Garrison.
Celda de Mandela
El itinerario acaba ante la Prisión de Máxima Seguridad que ha dado fama planetaria a la isla, donde releva a la guía el exrecluso Derick Basson en un laberíntico complejo de muros y torres vigías.
Basson fue detenido en 1985 y condenado a siete años de cárcel “por sabotaje” tras apoyar a organizaciones opuestas al apartheid, aunque cumplió sólo cinco, según explica a EFE.
Los guardias “no nos reconocían como seres humanos semejantes a ellos”, subraya el expreso al evocar los abusos del sistema racista, que incluso discriminaba en la dieta carcelaria entre “gente de color/asiáticos” y “bantúes” (negros).
“A los africanos no se les dio pan hasta 1979", apunta Basson en una sala sosteniendo un cartel que refleja los dos regímenes alimenticios, y precisa que relata su experiencia para “demostrar al mundo lo devastador que puede ser el racismo”.
El guía pasa después a la Sección B, donde recuerda que ahí “estuvo encarcelado dieciocho años” Nelson Mandela (1918-2013), el mítico líder del Congreso Nacional Africano (CNA), quien después ganaría el Premio Nobel de la Paz (1993) y se convertiría en el primer presidente negro de Sudáfrica (1994-1999).
Mandela, que vivió veintisiete años entre rejas por su lucha antiapartheid, fichó en la isla de Robben como recluso 466/64, pues fue el preso número 466 de los admitidos en 1964, cuando resultó condenado a cadena perpetua por sabotaje contra el sistema racista.
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Tras cruzar el patio de la Sección B, donde los prisioneros hacían ejercicio, Basson camina hacia una galería de celdas.
“Mandela estuvo en la celda del cubo”, aclara ante los turistas, que corren en pelotón hacia esa estancia.
No es más que un cubículo lóbrego y angosto con un ventanuco que da al patio. En su interior resalta, efectivamente, un cubo rojo que servía de váter junto a una mesita de madera con un plato y una taza al lado de una esterilla y una manta puestas en el suelo.
“Cuando me acostaba tocaba una pared con los pies y mi cabeza rozaba el cemento de la pared opuesta”, escribió Mandela en su autobiografía “El largo camino hacia la libertad”.
Con una sonrisa, Basson despide a los turistas, que conmovidos le dan una propina y abordan el Krotoa para volver a Ciudad del Cabo, dejando atrás la isla de Robben, donde ya no hay nadie encerrado contra su voluntad.
La cárcel se clausuró en 1996 y, al año siguiente, reabrió como un museo convertido en una popular atracción turística.
En 1999, la prisión fue declarada Patrimonio de la Humanidad de la Unesco porque “simboliza el triunfo del espíritu humano, de la libertad y de la democracia sobre la opresión.
Fuente: EFE