“Vamos a alentar a la Albirroja porque todos somos albirroja, orgullo nacional”. “Noo, por orgullo no, ¡por virtud!”... Esta ida y vuelta de pensamientos sobre un tema aparentemente trivial me llamó la atención. Comentándolo con un amigo historiador, me decía que la gente va diluyendo en la conciencia esta diferencia que hay que remarcar de nuevo.
Pasa que no alentamos o no deberíamos alentar todo acto grupal por mucho sentido de pertenencia que tengamos, por el simple orgullo de ser parte de algo más. Lo que hace bueno al patriotismo es la virtud, no el orgullo. Si alentamos a la Albirroja debería ser porque los jugadores dan de sí, entrenan, siguen tácticas, se sacrifican y da gusto verlos jugar, aunque pierdan.
Para muchos escuchar hablar de virtud les sonará a volvernos a ese tiempo de tratamientos cortesanos de la antigüedad: “Vuestra merced”, “Os lo ruego, Su Señoría, Matatí rurí rurá”, etcétera. Porque, claro, estamos siendo inmersos, inducidos, familiarizados en una cultura llamada posmoderna, donde no se habla de virtudes, sino más bien de valores y hasta allí nomás.
Pero hay una diferencia, ya que los valores son criterios que orientan la conducta, mientras que las virtudes son hábitos de bien, y “la virtud” es una disposición habitual para hacer el bien que la tienen personas de carne y hueso en acciones concretas.
Por ejemplo, hay gente que valora que el equipo gane como sea, aunque signifique hacer actuaciones teatrales para conseguir un penal a favor o fastidiar a los oponentes con actitudes descorteses para conseguir una falta.
No todo lo que valoramos es virtuoso y a veces la diferencia es tan grande que duele.
Es el caso de la valoración excesiva que se da hoy a la imagen pública, al “me gusta” en las redes sociales, a la autopercepción, a la comodidad, mientras se dejan de lado el esfuerzo por hacer las cosas bien en las actitudes cotidianas, el sentido del deber y el sacrificio por causas justas.
Decía Edmund Burke que “la verdadera igualdad moral del género humano está en la posibilidad de practicar la virtud en cualquier circunstancia y encontrar en ello la felicidad”.
Y es notable que se nos prepare tan poco para practicar la virtud, es hasta vergonzoso porque para ganar en esta cultura exitista, parece que todo hay que pactarlo y da lo mismo lo uno que su contrario u opuesto, se pacta y ya, aunque sea con el diablo.
Otra cosa, la virtud genera una autoridad, porque quien es capaz de salirse de su egoísmo y vivir (no discursear, vivir) en clave de justicia, prudencia, fortaleza y templanza es alguien confiable. En este sentido, es justo premiar la virtud y castigar el vicio.
Es lamentable que en Paraguay “no se gane ni se pierda honor”, decía Cecilio Báez con agudeza. Y agregamos, deberían ganarlo los virtuosos, no los orgullosos, que con su orgullo meten la pata. Por orgullo no se rectifican muchas cosas, por orgullo se maquillan fracasos y se pasa por encima del bien común.
Es difícil moldear el temperamento, es difícil congeniar gustos y deberes, es difícil servir, pero todos necesitamos gente de esta altura humana. No perfecta, sino con sentido de bien; sobre todo en quienes nos gobiernan. Solo recordar la impresionante iconografía de las virtudes en la Sala de la Audiencia del Tribunale della Mercanzia de Florencia, (siglo XV), y nos daremos cuenta de que este deseo no es nuevo y, sin embargo, sigue actual.
No está todo perdido porque entre la gente sencilla aún brilla la virtud. Sobre todo en esta época de crisis sanitaria saltan a la luz esas personas dispuestas a hacer el bien y hacerlo bien hecho. En los hospitales, en los grupos de amigos y vecinos se pueden vislumbrar la grandeza de generosidad, la belleza del agradecimiento, la pureza del afecto…
Esta luz es la que deberíamos redescubrir, si queremos mejorar en todo sentido.