26 oct. 2024

“Yo no confío en nadie”

Dicen que el ser humano no termina de aprender nunca. Hasta el último día de su existencia tendrá esa necesidad y también la notable capacidad de seguir “absorbiendo” información y utilizarla para sí. Será tras un análisis o juicio –la mayoría de las veces inconsciente– que lo asumirá como suyo, lo rechazará o dejará en el cesto de la indiferencia.

Y es así que siempre será necesario preguntarse, ¿quién nos “educa” cada día? Por más mayores o adultos que nos creamos, urge el interrogante ¿De dónde o de quién o quiénes voy “aprendiendo” diariamente? Es fácil suponer que son los medios de comunicación y las redes sociales los que actualmente tienen un protagonismo clave y contundente en este campo. Eso no se puede negar.

En un mundo donde se complica conocer la verdad o hasta estar interesados en ella suena como raro, es vital darnos cuenta que necesitamos una “luz”, un punto de referencia humano y verdadero que nos sirva de guía, de “faro luminoso” en medio de la compleja cotidianeidad, con sus desafíos, confusiones y problemas.

“Yo no confío en nadie”, me decía con tono seguro un joven conductor de una plataforma de viajes en estos días. “La prensa miente, la gente solo te quiere usar y joder”. Hoy en día hasta aquel “supuestamente bueno te traiciona”, sentenciaba.

Sus palabras me resonaron en la cabeza. Somos parte y muchas veces hasta el reflejo de una mentalidad que tiene como ejes la duda, la desesperanza y la incapacidad de percibir el bien y el mal. Serán varias las ocasiones en que lo que “consumimos” a diario o en forma periódica será aquello que formará nuestra mentalidad y definirá la manera de mirarnos a nosotros mismos, de relacionarnos con la realidad y los demás. En efecto, quizás sea la lectura de libros –algo cada vez más difícil de encontrar–, o tal vez la música, las series, las redes sociales, las películas, la radio, entre otras tantas herramientas las que van definiendo nuestra forma de pensar, opinar y hasta vivir, además de la educación y otras experiencias personales.

Cada persona es un universo único; un mundo de vivencias, historias, recuerdos, deseos, heridas, exigencias ontológicas inextirpables. Por ello, está claro que no se puede juzgar a nadie desde “afuera”, sin considerar todos los factores en juego.

Hace unos días en redes sociales circulaba un pensamiento Hannah Arendt, la reconocida historiadora y filósofa alemana y judía, fallecida en 1975, que había sufrido la persecución del nazismo.

“Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que nadie crea en nada. Un pueblo que ya no distingue entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal: Un pueblo privado del poder de pensar y juzgar”, indicaba la también escritora en un ensayo sobre la política y la mentira. Y quizá este sea uno de los desafíos más notables de la prensa y los medios de comunicación en la actualidad. Colaborar a potenciar esa capacidad de pensar y razonar que tiene cada persona, ayudando a distinguir entre el bien y el mal, y de esta manera evitar caer en fatalismos irracionales.

Quizás no se pueda esperar una prensa perfecta o comunicadores impolutos, pero sí urge luchar por medios que no se sientan a gusto con ese deseo destructivo y oscuro que tiene todo poder –sea político, económico o fáctico– de que ya “nadie crea en nada”, nadie confíe en nadie, porque con gente así, “el poder puede hacer lo que quiere”, también lo afirma Arendt. Pero más allá de este desafío y compromiso que tienen los areópagos de nuestro tiempo, el pensar y juzgar de manera abierta y sana los eventos cotidianos, las experiencias de alegría o dolor, los tropiezos y avances, requieren –inevitablemente– de un trabajo personal serio y constante; una decisión nuestra. Necesitamos educarnos o reeducarnos permanentemente. Y a esto sumamos la necesidad de un amigo, un maestro, que en los días grises nos recuerde que está un sol que avanza potente detrás de aquellas nubes.

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